martes, 13 de julio de 2010

V. Reminiscencia.




Ha pasado cierto tiempo, cierto tiempo que aunque quizás ustedes pudieran medirlo en horas minutos y segundos resulta a mi razón completamente inconmensurable, por lo que no referiré la abstracción que cabe esperar, ya que esta no tiene valor alguno respecto a las tribulaciones que mi alma ha soportado cada mísero segundo de mi existencia hasta este momento.


Se acabó la farsa, el eterno simulacro, es la hora de la verdad, esta vez sí habrá llamas, sí quemarán, sí saldrán llagas…


Bendita ignorancia ensayística, pero ha llegado la hora, tal vez esperada, tal vez más temida que otra cosa, la hora de las decisiones, de mirar atrás y resumir todo lo pasado, de poder mirarlo con perspectiva, de poder sobreponerse a ese vacío histórico de lo inmediato, de poder tener una opinión sobre nosotros mismos y nuestras posibilidades, de mirarnos con dureza, de distanciarnos de lo que quisimos ser y de ver a dónde podremos llegar, lo que podríamos ser, el momento de enfrentarse a todo, de dejar de “tener toda la vida por delante”, el momento de darte cuenta de que eres un fracasado, que nunca harás nada especial y que se te va acabando el tiempo de soñar, el momento aquel en el que mirar al futuro es verte sentado en una oficina tratando de ser feliz como el resto del mundo, sin conseguirlo por tener más certezas del futuro y de tu propio yo de las que querías y de esas que no hacías más que buscar esperanzado, esperando siempre una respuesta diferente, creyéndote especial una y otra vez.



Alguien me dijo una vez, que lo peor que te puede pasar es auto conocerte, ver tus propias limitaciones, dejar de ser un niño al fin y al cabo y decepcionarte en tu propia esencia, porque ya nada se arreglará con una piruleta y una sonrisa, solo quiero que se dilate el tiempo, que dure eternamente este punto de inflexión, esta farsa de autómatas, este momento de crisis, porque sé que salir de ella será aún más desesperanzador que ella en sí misma.


Sí, es así como ocurre, es así como sucede la historia, no es más que una crisis tras otra, que nos aboca a hacer algo, algo que solo haríamos cuando no queda tiempo para farsas, para ensayos, para mirar hacia otro lado y seguir retrasando la decisión. Creo que de lo único de lo que podemos sentirnos orgullosos es de nuestra capacidad de modificar ligeramente las cosas, de nuestra capacidad mínima para decidir el orden de las crisis que suponen el cambio. Personal, e histórica o histórica y personal, y es que esa es la única historia verdadera, no la que pasa de generación en generación, sino la que nos pasa a cada uno de nosotros, es la única no relativista ni simplista, la única sensible y apasionada, como cada uno de nosotros, como la vida humana, tal vez haya llegado el momento de avanzar un paso más en mi historia, sólo espero dilatar lo suficiente los cambios para atrasar lo que ya nunca podré hacer, solo una página más de lo que algunos habrían llamado intrahistoria y mientras tanto el miedo es amarillo…


Sin saber muy bien como ni lo que ha pasado de un tiempo a esta parte he acabado aquí en esta ciudad perdida y alejada de todo lo que algún día fui, quizás por el simple hecho de poder olvidar, de querer hacerlo al menos.


Y podríamos decir que mi vida pasa con una facilidad relativa en la que me encuentro tan embotada y desbordada por los acontecimientos que casi es difícil saber qué siento en cada momento o hasta que punto me duele cada cosa. Estoy aquí como pudiera haber estado en cualquier otro sitio, haciendo esto, como podría haber hecho cualquier otra cosa, tal vez todo sea una cuestión de azar, o pasara lo que pasara esto era lo mío, no sé cuál de las dos opciones me descorazona más, si la teoría de la casualidad, lo indefinido, o la de la predestinación, en cualquiera de las dos no parece que yo tenga mucho que decir al respecto.



-Salut Sophie! ¡Entra, entra! Los niños te están esperando impacientes.- Dijo la señora con una sonrisa de oreja a oreja.- Yo tengo que irme, pero estaré aquí a la hora de comer.


Eloísa tiene deberes que hacer, por favor, tiene que acabarlos hoy, tenemos planes para el fin de semana. Me voy volando que llego tarde ¡cualquier cosa que necesites llámame!


-No dude que lo haré, ¡páselo bien señora!


La señora abandonó la casa al instante y los niños salieron a su encuentro abrazándosele a las rodillas. Tras las instrucciones iniciales Eloísa se fue a hacer los deberes y Enrique y ella se quedaron en el cuarto, acabando de desayunar.


Enrique era un niño dicharachero de unos cinco años, guapo y muy inteligente para su edad, adoraba a Sofía, y el sentimiento era recíproco por parte de esta, aunque hiciera poco tiempo que se conocían. Aquel día Enrique estaba meditabundo y tal vez incluso triste y jugueteaba con las galletas y la leche sin mucha intención de acabarlas en un tiempo razonable.


-Sophie, ¿crees que le pasa algo a mi mamá?


- No lo creo, ¿por qué dices eso corazón?


- Ha dicho que iba al médico y ha estado llorando…- dijo Enrique compungido.


-No sabía nada- Sofía pasa un brazo consolador por encima de su hombro- pero estoy segura de que no es nada, de todas maneras le preguntaremos en cuanto llegue ¿te parece bien?


El niño asintió con la cabeza.


-¿Crees que se va a morir?- Preguntó con lágrimas en los ojos.


-No digas eso, tu mamá está bien.


Enrique pareció creerlo al instante, como si esa frase fuera lo único que necesitaba oír, para creerlo con total seguridad.


- Sophie… ¿Qué es la muerte? Hace un tiempo el abuelo dejó de venir por aquí y mamá dijo que se había muerto, lloraba, y por eso sé que es malo, porque mamá lloraba, y porque no he vuelto a ver al abuelo.


- La muerte, es cuando alguien se va al cielo para siempre, no es malo en sí, sólo que les echamos de menos. Todo el mundo se muere, algún día, pero cuando son muy mayores, como lo era tu abuelo. Y ahora él está en un lugar mejor, sólo que tú no puedes verle, y le echas de menos, esa es la parte negativa.


- Yo… yo no creo en la muerte…


- La muerte es algo que está ahí pequeño, no puedes dejar de creer en ella.- Pero no pudo evitar sonreír ante tanta inocencia.


-Mi mamá nunca se iría y me dejaría aquí, por muy mayor que fuera. No, creo que no creo en la muerte en general, y menos en la de mi mamá. Y tú Sophie, ¿Tú te morirás algún día?


- Claro, como todos, pero dentro de mucho.


-¿Y yo me moriré algún día?


-Sí, pero aún queda mucho para eso.


- Tus padres se fueron ¿verdad? Se murieron, por eso nunca hablas de ellos, como mamá no habla del abuelo ya.


- Si cariño, mis padres se murieron- le tembló la voz- o quizás algo incluso peor- No pudo evitar añadir.


- Tú no te irás con ellos, ¿verdad? Te quedarás aquí conmigo y con Eloísa, para siempre.


- Claro, cuando yo me vaya, tú serás lo suficientemente mayor como para desearlo incluso más que yo.


-Yo nunca querré que te vayas, y yo nunca me iré ni aunque esté viejo y arrugado. No entiendo por qué la gente se muere, yo nunca querré irme, esto es demasiado bonito.


Una fina lágrima resbaló por la mejilla de Sofía, pero ella la recogió justo a tiempo para que Enrique no la viera.


-¿Has acabado ya el desayuno pequeñajo?


- Sí, ¿puedo ir a jugar?


- Claro, pero ten cuidado.



A la tarde cuando habló con la señora se enteró de que el problema era que estaba embarazada, le había pillado por sorpresa y aún no se lo había dicho ni al señor ni a los niños, le pidió que guardara el secreto y le prometió tranquilizar al pequeño, en unos meses serían uno más en la casa, obviamente era un motivo de alegría, pero nada más enterarse no pudo evitar que la desbordara la situación y no vio que el niño la había oído.



Sofía había encontrado algo parecido a la familia que nunca tuvo, en aquella casa, sobre todo en Enrique, en la medida de que, quizás simplemente por ser el más pequeño, la aceptaba de corazón, sin condiciones ni reparos. Eloísa ya era más mayor y le costaba más abrirse a ella, entre otras cosas, porque la veía como lo que era, y no como ninguna otra cosa, alguien a quien se le paga para que realice unas determinadas tareas, no le gustaba pensar que les quería porque la señora le pagaba para ello, ni que les cuidaba por ello, eso suena bastante a prostitución, le confortaba más la idea de que la señora le pagaba para que pudiera vivir, y ella les quería por el simple hecho de ser dos personitas que habían sanado parte su corazón.


Era domingo, y su jornada acababa antes que el resto de los días, pero quizás por ser desdichada odiaba esos ratos de tiempo libre, y los entretenía todo lo posible. Todos los domingos antes de ir a casa llevaba flores a la tumba de Cortázar, ahora que la tenía tan cerca, no podía evitar el gesto inútil, completamente estético y de sensibilidad infinita, luego dilataba el tiempo en una cafetería bohemia escuchando jazz, hasta la hora en la que pasaba el último tren a casa, cerca de las tres de la mañana, para dormir lo menos posible, para pensar lo menos posible.



Allí estaba ella sentada, como cada madrugada, dejándose llevar por el traqueteo del tren, adelante y atrás, tras cada tabla de la vía, adelante y atrás, contra el asiento recuperando la posición inicial, adelante y atrás sin ir en realidad a ningún sitio, permaneciendo ahí estática a pesar del incesante movimiento, igual que ocurre siempre cuando el movimiento es ajeno, dejarse llevar por la corriente es permanecer estático, impasible al cambio, solo nos mueve, lo que nos conmueve, eso es lo único que nos cambia.


Ahí estaba sentada ella, con un libro desvencijado entre las manos, por el que paseaba sus ojos grises de manera distraída, con los ojos perdidos en la hendidura del viento, leyendo sin leer, simplemente como el que recuerda una vieja historia que ya conoce, perdida entre los anhelos del tiempo, sus pupilas rebotan al llegar al final de la página volviendo al lugar del comienzo, sin adelantar nada realmente, porque ha leído lo que ya sabía sin la avidez de la nueva historia, por leer lo que ya conoce, y por hacerlo sin saber lo que hacía.


Aquí está ella sentada, pensando en porqué pensar y porqué planteárselo, reclina la cabeza sobre el asiento bamboleándose a cada nuevo movimiento más suave que el anterior, y así va quedando dormida, y sus uñas dejan de tamborilear la tapa gris del libro, quizás se esté quedando dormida o sólo esté demasiado cansada para enfocar la vista sobre las letras en movimiento, para qué planteárselo si es más fácil seguir, es más fácil dejar que el tren la lleve, moviéndola sin moverla, bamboleándola, vapuleándola como la muñeca de trapo que es, por dejar que esto ocurriese, por no planteárselo, por intentar seguir adelante sin tenerlo en cuenta, así todo pasaba por ella sin ella pasar por nada, por su miedo a llorar, por el miedo a sonreír, por el miedo a tener que escoger, a ser una persona íntegra, a abandonar el populacho, a ser independiente, a ser única, a que la gente se fije en ella, a tomar sus propias decisiones, por el miedo a equivocarse, otra vez, por el miedo a haberse equivocado y a que estas sean las consecuencias. Quizás no es una persona tan superflua como le gustaría, quizá sí que se lo esté planteando, quizá sea incluso esta su reflexión, y quizá sea ese el problema que no podemos no dar de lado aquello que nos duele, porque llega una y otra vez cuando bajamos la guardia, cuando miramos al horizonte con ojos melancólicos y alguien pregunta: “¿en qué piensas?” Y tú respondes: “nada”, no sé si por suerte o por desgracia nada es lo que nos gustaría pensar, pero no existe la nada y no podemos escoger qué es lo que nos importa y lo que no, y así nos pasa que pasan las cosas sin preguntarnos, y nos pasan sin nosotros pasar por ellas, como el viento que azota a las ramas, y nos dobla y nos quiebra…


Al llegar a la estación allí está él, como cada noche, tratando de que ella se fije en él, demasiado tímido para decirle nada, se va en cuanto ella dobla la esquina fingiendo no haberle visto una vez más y olvidándole al instante.


Echa hacia atrás su cabeza para que el pelo se le oxigene y ésta entre en contacto con el aire frío, y siente caer el cabello desordenándose al contacto con su cuero cabelludo, hacia atrás liberando cada poro del permanente abrigo y desprendiendo la fragancia suave del contacto con la luna, con placer pero con miedo, llevada por uno de esos miedos suaves y sutiles que tiernos nos convidan a hacer eso que tememos y que nos libera, que convida y empuja a cerrar los ojos y a recordar lo que ya olvidamos.


Y así cierra los ojos, como si los párpados insistieran en crear la oscuridad, evocando los recuerdos de aquello que nunca ocurrió, de todo aquello que aconteció a su prosaico día a día, sin poder ser más allá que una experiencia pasada que dejó de serlo al ser olvidada. Todos aquellos rostros que ella olvidó y todos aquellos gestos que no llegó a reconocer eran borrados de su mente sin que ésta dilucidara ni aún un instante sobre su importancia, qué terror el pensar que los suyos propios, aquellos sutiles regalos intencionados se perderían con la misma facilidad al ser olvidados, sin siquiera tener constancia de este hecho. Al igual que era ella borrada dejando de existir más que para sí misma en última instancia, y para sí misma recordando poco más allá de sus propios actos a veces quizás condicionados por los de su alrededor, pero no más que como circunstancias externas, sin ser tomados como verdaderos entes.


Es ahora con la brisa fresca sobre la piel cuando puede distinguir algo entre le masa turbulenta de recuerdos olvidados y sin nombre que la rodea, cuando entre esa masa que la aturde y golpea puede distinguir puntos de luz, aspiraciones que no fueron olvidadas de manera instantánea, aquellos a los que su mente por razones desconocidas les otorgó una leve segunda oportunidad antes de desecharlos de manera definitiva, aquellas personas que quedaron cristalizadas aquellos llamados amigos, y al así quedar como en cristales accedieron a todas y cada una de sus propiedades, la de brillar a la más leve luz, la de quebrarse en el olvido dolorosamente, o la de herirnos con su presencia o más aún la de arañarnos si somos nosotros los olvidados, los que desaparecemos por dejar de existir en aquella mente, o quizá por no haber existido nunca, por el hecho de no ser recordados y de que ya nadie pueda atestiguar nuestra existencia pasada.


Quizás lo malo de la vida no era morirse, sino ser olvidado, quizás por ello sus padres no estaban muertos, porque su miseria era demasiado grande para tan pequeño castigo, ojalá pudiera olvidarles, ojalá pudiera hacerlo de verdad, mientras se esforzara no los habría olvidado.


Cremación, esa es la solución para los cadáveres, tal vez lo fuera también para los recuerdos, tal vez también pudieran cremarse estos, pero quizás no estaba al alcance de todos, solo de aquellos con un mayor dominio de sí mismos, paradójicamente solo de la crema de la sociedad, ni cremas, ni cremaciones para mí, yo tengo que conformarme con lo que mi mente escoge por recordar, sin que una vez más yo tenga nada que añadir al respecto, bonito lugar para reflexionar sobre galicismos.



Me asusta no saber si esta esuna nueva de la que he tomado consciencia y de la que puedo esperar algo o solamente la segunda parte de la farsa que empezaré a llevar a cabo.


A la mañana siguiente no estaba él en el banco en el que ella siempre se sentaba cada mañana para esperar al tren, en su lugar había un papel mojado por la lluvia, con un clavel:


Para la mujer insomne.


La guardó en su cartera sin saber porqué sabiendo que debería haberla dejado ahí.



Oph**



(Cada 3 ó 4 días intentaré publicar un nuevo capítulo de la historia, repetiré esta información al final de cada capítulo, que os remitirá aquí, para que leáis desde el principio y no fragmentos inconexos, de cualquier modo, leer un solo capítulo resulta en la mayor parte de los casos bastante sencillo y no suele imposibilitar la comprensión del fragmento, espero que os guste.)


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