lunes, 24 de octubre de 2011

De Otero.


"Aquí tenéis, en canto y alma, al hombre
aquel que amó, vivió, murió por dentro
y un buen día bajó a la calle: entonces
comprendió: y rompió todos sus versos."



Aunque Blas había creído comprender, pasado un tiempo no hizo más que ser capaz de abrir los ojos y ver la evidencia de que echaba de menos el arte, de que no podía vivir sin ese fútil regalo. Y que aunque hubiera encontrado lo que creía que era divertimento más elevado para el alma, divertimento al fin y al cabo más pragmático y legítimo; y aunque, tal vez, fuera cierto que existe belleza en el crisol de lo cierto, no podía vivir sin poder si quiera afligirse del restallar de la lluvia contra el asfalto abúlico, o sin poder aun contemplar embelesado la sonrisa tímida y de carmín perfilada de una muchacha coqueta.

Pero también se dio cuenta nuestro Blas de que ahora le quedaba el camino más duro, el de desaprender todo aquello que se creía haber comprendido. El de subir y reescribir incansable todos los versos; porque el arte también necesita de culto y de esfuerzo, aunque lo que trate de descubrirse sea independiente de lo cierto o lo práctico. Y no pudo sino sonreír al darse cuenta de que había sido engañado por los ecos del progreso y por ello había llegado a creer comprender la fatalidad del tiempo, de su paso, su ida y su venida, la del amor herido, incluso tal vez atisbar la armonía de una vida de la que su sentido desconocemos, y que bajo este supuesto ningún fin tiene buscar la verdad; que no es comprensible a nivel práctico, la belleza de querer vivir cuando aun no sabemos el por qué de los esfuerzos de los que nos hacemos, o la magnificencia de la gratitud que nos une, la bajeda de la vergüenza que nos separa o la necesidad de la culpa que nuestro orden restituye.

Había descubierto al fin, que de nada sirve llenar a la persona de algoritmos, que es la persona simple, aunque infinitamente singular; y había comprendido, que no hacía falta preguntar cosas tan bobas, que a la belleza no se le ha de cuestionar, como no se cuestiona el amor o la suerte. Y por encima de todo, comprendió al olvidar lo comprendido, que no era su algoritmo, su singularidad, sino el arte y que sería siempre para él la ciencia un divertimento menor, contingente, que constituiría este pues, la certidumbre de que cualquier cosa que él llegara a proponer sería valiosa independientemente de su veracidad, por el simple hecho de haber sido dicha, de haber sido sentida, y en el mejor de los casos, tal vez escuchada. Nunca comprendida.

¡Qué necio era al haber querido comprender!,

¡Qué idea más loca!, ¡Qué idea más suya!

Tenía unas ganas locas de reempezar.

Oph**


Fotografía por Gregorio Castro.

viernes, 14 de octubre de 2011

Realidad.


Lo más terrible que puede ocurrirle a un ser humano es ser realista, el realismo del mundo es absolutamente intolerable; es por ello, que admiro tanto a la gente: admiro a la gente que está seria cada día, admiro a la que cada día sonríe, a los fuertes y a los débiles. Admiro la pluralidad humana, y sobretodo admiro su capacidad para engañarse, para seguir adelante, porque ¿saben qué es lo más terrible que puede acontecerle a un hombre? Estar distraído y de repente encontrarse uno, muerto, y sorprendido de su propia ida, cuando ninguna pregunta hacia su venida formuló jamás.

Existen como para casi todo en el mundo; para la literatura, desde el alma profunda, dos maneras básicas de entenderlo todo: la extasiada de la belleza y la ampulosidad y la enamorada de la decadencia, de lo sobrio, de lo oscuro y lo terruñero. Pero en lo que a mí respecta, estos dos entendimientos constituyen básicamente lo mismo, el mismo enamoramiento profundo de las mismas cosas, con una simple deficiencia por ambas partes para la narración; lástima que no sea ninguna de estas dos formas compatibles con el mundo en el que vivir nos ha tocado, en el que no puede existir, la literatura, ni el amor puro, ni por supuesto la realidad.

Y es que hoy en día no existe miseria, ni temor más grande, que aquel a la realidad. Es un mito, que se carezca hoy en occidente, de alimento y hace años que nadie muere de hambre, tampoco es ya nuestra la guerra. Aunque a lo lejos resuenen los ecos del fulgor de la batalla, no son nuestros campos regados con sangre, y no se mancharán nuestras mejillas de polvo ni de fango las botas; es esta la crisis de occidente, la de aquellos que aunque todo lo tienen se empeñan en luchar y auto compadecerse de su maldita suerte, por el imposible, por el amor, pero mientras que cualquiera de ellos sabría apreciar la carne es sin embargo, el amor placer de mayor refinamiento, un deleite para unos pocos que quieran apreciarlo, y es cuando todo lo tienes, cuando esto puede faltarte. Y es entonces, cuando acontecen las penas, a mi alrededor miro y no hay rostros hambrientos, ni miradas ateridas, pero ¡ay! Cuántos acosados, por el vacío, cuántos acosados por la pena, esta, la desgracia de aquellos que todo lo tienen, y que ya nada quieren. Aquellos cansados y confundidos sin hacer nada y en tal epidemia ahogados que ya no pueden sonreír con los ojos embargados de alegría frente a una cerveza aguada convidada, o al pan y al vino del día de fiesta; son estas y ninguna otra las maneras de entender el mundo que antes transgiversé, se trata de creer tenerlo o no tenerlo o de ver la belleza en todo aquello que nos falta, en todo lo que nunca tuvimos. Con cuidado de no ser nunca demasiado realistas, con la precaución de no soñar nunca imposibles.


Oph**