lunes, 30 de agosto de 2010

XI. Delirae.



Ese frío que dejó atrás en los 40, vuelve para mutilar su cuerpo desnudo de recuerdos y de anhelos que nunca más serán soñados, de allí volver a una de esas épocas de apasionamiento en una de esas en las que hubiera merecido la pena vivir, o hubiera sido al menos soportable, de haber podido escoger, de no haber estado abocado, condenado a este momento muerto y vacío. Y así 40 nebulosas, de los 10 años que nunca llegó a vivir más que en los recuerdos de aquello que nunca existió se arremolinan en su cabeza de estéticas muertas y estáticas giran violentas, de aquellas, las deseadas, de pasión, de sutileza y de detalles, asesinos del romanticismo, de la bohemia.


Deseando volver a ese olvidado lugar de la República Checa, esa apasionada estancia de gitanos y de soñadores de ilusos y de ingenuos poetas que creían, vencerían, recuperados por el señor Murger, deseando morir, como cualquiera de los malditos poetas malditos de Paul Verlaine, antes de que sea demasiado tarde, de que lo fuera para dejar de ser así considerado, deseando morir a tiempo, inquilinos de la leyenda, para ser al menos otra más de esas desconocidas más que por él mismo, más que por el mismo olvido y las mismas miserias, ser otro suspiro exhalado por los labios de una mujer, como lo fue en los de Carmen, como lo fue en los de Marie, ¿es que existe acaso algo más?, ¿algo más bello al menos?, y es que hay tanta belleza escondida en un suspiro de mujer, en un sentirse querido, escuchado, y por encima de todo en un sentirse valorado, como nunca se había sentido, y es que un suspiro de una mujer sucia no es más que un olor a podredumbre, que te persigue espantando a todas las demás, y te envuelve en su olor nauseabundo, pero sabía que Marie había curado esa maldición, devolviéndole toda la dignidad que tal vez algún día tuvo, pero de la que nunca pudo hacer gala al nadie reconocerla jamás.



El día que tanto se hizo esperar, paciente a la noche y los misterios de su luna entra ahora raudo por la ventana cuando por fin pudo conciliar el sueño sin ofrecer breve tregua a un cuerpo vejado por las pesadillas de una mujer muerta y una noche de sexo demasiado corta, una noche sin amor, demasiado incierta.


Y una vez más la sábana está arremolinada a su alrededor como si le diera asco el contacto con su pecho, y huele mal y se le pega al cuerpo, flácido bajo las sábanas, y ve su barriga, su asquerosa barriga llena de pelos cayendo sobre la sábana fría extendiéndose estrellada contra ella por su propio peso, y la pesadez de la resaca en la cabeza, y el gusto a vómito en la boca, parece que definitivamente han pasado esos momentos de ligera inconsciencia en los que es dueño de sus pensamientos, para dejar paso abrupto a la más fría realidad, a la rutina y al tedio, a la miseria a la sobriedad de la mañana, al calor de la soledad.


Ya no queda el olor de Marie en la cama, se fue para no regresar, tal vez nunca, se fue con esa mirada de reproche de Yago y su color a enfermedad tañendo desde su fuero interno, sin preocuparse por su soledad, por su cordura, con el egoísmo propio de los que sufren se fue, con viento fresco, con frías lágrimas escondidas en las cálidas sonrisas que esa noche derramó para mí.


La miseria es un vicio, si ya lo decía Marmeladov, como otros tantos, tal vez sea lo que otros llamaron “el sentimiento trágico de la vida”, ese que me acompaña cada mañana en mi charla subconsciente hacia el bar, en ese paseo vagante, sin rumbo fijo, que siempre desemboca sin pensarlo en ese oscuro antro, del que sabe cada paso, cada pequeña baldosa, que separa su vida personal del pequeño escenario manchado de hollín aquel ante el cual y su público de cada día se ve obligado a representarse a sí mismo, en el que cada día se entrega a los extraños estragos de la sociedad, a sus pequeñas miradas y juicios, pero teniendo control sobre ellas, sin exponer las suyas propias, siempre un paso atrás, distanciado de la realidad, en un pequeño lugar de su mente, refugiado.


Esa mente cargada de sombras, de penumbras que se esconden entre lo que algunos tildan en llamar realidad, eso que aparece de entre las dudas, ahí donde estas se esconden, su subterfugio olvidado para mí, el subterfugio en el que todos abrigan su cordura sobrevalorándola en alto grado, subestimando las enseñanzas de las sombras, su sutileza y su inconmensurable belleza etérea que se desvanece entre los subterfugios.


Hay quien lo llama delirios, quien piensa que no es más que un “ surco desviado del camino recto” y no son más que ellos los locos, al creerse en la posición de la verdad absoluta, al creerse en el beneficio de la verdad, del saber, cuando no es más que una vana creencia en ese saber, y no es más que mi simple duda sobre la realidad, sobre todo lo que me rodea, lo que me da esa cordura de la que otros se vanaglorian en falso, cuando ese pequeño cuestionamiento mío sobre mi propia cordura, no hace más que poner en evidencia aquello que a ellos les falta y que sin embargo firmemente creen tener.



Y se pasa la mañana entre vasos de tubo y bandejas, entre miradas de desaprobación que caen lascivas en su pelo ralo y sucio y entre sus canciones infantiles mal tarareadas…


“Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña, como veían que no se caía fueron a llamar a otro elefante…21 elefantes se balanceaban sobre la tela de una araña, como veían que no se caían fueron a llamar a otro elefante”


Y tras llegar a 21 elefantes llega irremediablemente al primero de nuevo, que volvía a balancearse solitario, como abocado a estar solo tras una determinada suerte a la de estar solos, solo, como él siempre acababa pasara lo que pasara. Y cada pequeña criatura parecía querer jactarse de su miseria como antaño hacía la vieja rata y tal vez por ello, y por cierta empatía que tal vez tuviera a la salida del café olía a cerveza y a miserias, no solo a las propias, sino también a las ajenas.


La luz de las farolas desdibujaba en el suelo su sombra, una sombra que se distorsiona con cada nuevo movimiento, y daba traspiés a causa de la gran cantidad de alcohol tomada en la última hora, y así, la luz de las farolas perdía brillo y distorsionaba todo lo a ellas circundante, y las piernas le pesaban y toda su cabeza estaba cubierta por una neblina, en la que sin embargo sus pensamientos discurrían con aun más rapidez, más impulsivamente, más vertiginosos, y así es como su estómago se hacía eco del exceso de bebida, ese sentimiento de vértigo, ese revoltijo informe que le hacía sentir determinada debilidad, determinado desbordamiento sentimental, ya puede ser tristeza o alegría de un momento a otro, sin previo aviso, abruptamente, haciéndole estar al borde de las lágrimas a cada momento, pasando de un estallido de alegría a una melancolía extrema y ambas huelen a alcohol barato y mal bebido, entre lágrimas, de esas que si son conscientes.



Y así vaga camino a casa cuando el alcohol empieza a oprimirle la vejiga y tiene que detenerse a mitad de la calle a vaciarla contra una esquina, una mano sujeta la pared frontal y la otra se encarga de él mismo. A lo lejos algo ladra, un perro pequeño, tal vez. Las botas quedan salpicadas, se separa de la zona mojada y trata de agacharse para limpiarlas, pero cae, escupe sobre la primera de ellas y pasa la mano por ella con fruición, la mano le huele ahora a saliva, y la limpia contra la camisa sucia. A lo lejos alguien ladra, un perro pequeño tal vez. Saca la otra pierna de debajo de su culo para dejas expuesta la otra pierna, y repite la misma operación, escupe y luego frota fuertemente con la mano, vuelve a notar el molesto olor a saliva, y esta vez lo dispersa en el pantalón, está mareado y al ver la imposibilidad de levantarse se tumba en el suelo frío y cae en un sueño profundo. A lo lejos alguien ladra.



Duele, duele su brazo en la noche, se despierta sobresaltado, el perro la ha tomado con su brazo, que está ensangrentado, al igual que la boca del chucho, al menos ya no ladra. Furia, asco. El perro no trata de huir asustado, sino que saca sus colmillos tratando de defender a su víctima, de asegurarse comida ante el nuevo predador que se presenta, que paradójicamente es la misma víctima, que no estaba muerta.


Se revuelve, y busca a su alrededor un palo o algo con lo que matar al sucio bicho, al palpar en el suelo con las manos se obliga a seguirlas, y es así como descubre un arma que ya sabe capaz de matar, así dirige la mano fuerte al cuello del can, un can pequeño y gritón cubierto de lanas blancas que le recuerda al pelo de las viejas que se ríen de manera estridente, y es entonces cuando el perro deja de retorcerse asfixiado. Sin embargo el castigo no muestra aun equidad, el brazo le duele y por ello decide hacer lo propio.


Empieza a arrancar el pelo del perro con furia y las manos y muerde en el lomo con fiereza, la carne aún está caliente y el sabor a sangre inunda su boca ávida de resaca y aunque mucho no puede comer, bebe, bebe la vida que han intentado robarle, otra vez, como cada chupóptero trata de hacer con él, por ese inevitable complejo de superioridad del que todos hacen gala en su presencia al sentirle claramente en inferior por su condición de borracho, de excéntrico, de asesino, que no son sin embargo cualidades del buen hombre, de ese que ha perdido la fe en Dios, y por ello nada espera, y por ello para nada trabaja y no le quedan sueños, ya que a nadie le queda a quien agradar, los que en Dios pierden la fe tratan de agradar a sus seres queridos, esos de los que él ya no tenía, esos en los que él ya no creía, y cuando todos los pierden no queda a nadie a quien defraudar más que a uno mismo, que ya se siente como una mierda por su suerte, por lo tanto “Si Dios no existiera, todo estaría permitido” .



Aturdido por la cantidad de sangre perdida llama a la primera casa que encuentra a su paso y una señora con rulos sale a su marco dulcemente iluminado por tintineantes farolillos navideños, su cara se desdibuja entre las luces suaves y cae desmayado.


Una luz cegadora interrumpe el plácido sueño vacío de imágenes, ese sueño de la inconsciencia, en el que justamente es el inconsciente quien no juega su papel, y un zumbido de hospital le desvela del todo obligándole a abrir los ojos, vuelven a hurgar en su brazo, una vez más sin consentimiento, no lleva su ropa, huele bien y le han aseado, una mujer vestida de insultante verde lava su herida con cuidado con una solución alcohólica tratando de postergar la vida de alguien que no sabe si la merece, sin tener si quiera que plantearse si hace lo correcto, como quien salva una vida por costumbre y por lo tanto su positivismo le hace perder la razón, esa en la que solo somos carne, y cuando la carne está sana lo demás está bien, y ella ha hecho su trabajo, ese nunca nadie le pidió y por el que se siente una buena persona en su bendita ignorancia, esa rayana lo absurdo, esa que parece no contemplar ninguna ética, esa en la que el bendito oficio de ayudar a los demás se convierte en prostitución al vender sus servicios, al vender su bondad, a cambio de un mísero sueldo, y vende su esfuerzo sin que este llegue a ser si quiera aceptable.


Y si muriera, por fallo suyo o si lo hiciera por influencia externa no estaría en sus recuerdos más de escasos segundos, muriendo de verdad, sin que ella bañara sus ojos en lágrimas ni reflexionara a caso sobre el dolor o la inclemencia de la muerte, como quien se acostumbra a la vida, ella se acostumbró a la muerte sin ser si quiera consciente de ello, y sin parecer importarle lo más mínimo, salvando algo que ya no valora, porque perdió todo su significado.


-¿Sabe cómo se llama?- pregunta dócil apuntándole con una linternita a los ojos.


-Claro que lo sé.- Brusco


-Bien dígame su nombre


-Me llamo Román, señor de Castro, para gente como usted.


-Está bien, señor de Castro, ¿recuerda lo que le ha pasado?- Pregunta, pero no la enfermera esta vez, sino Carmen, su olor, tan solo su voz al principio, su cuerpo y su cara finalmente, acusadores.


-¿Cómo te atreves a desafiarme?- Espeta.- Creí que te habías ido para siempre.


-Señor tranquilí...- Su respuesta se corta en una bofetada propinada por Román, y ella se aparta asustada, ofendida, como el amo mordido por a quien da de comer.


Román se levanta con brío, como un perro y la aparta de su camino hacia la puerta cogiendo las ropas puestas con cuidado en una silla, huye al exterior rápidamente.


Ella llora sin comprender y posa la mano en su mejilla inconscientemente.


Román se arranca la parte de arriba del pijama al pisar la calle y vuelve a ponerse su camisa, que apesta a alcohol, y en cierto modo esto le reconforta, y le ayuda a olvida el olor de su casa cuando su mujer estaba aun allí, el olor de antes de marcharse dejándole igual que había hecho Sofía.


Y volvió a vagar desorientado por esas calles desconocidas que tan bien le conocían a él siguiendo instintivamente el ladrido de unos perros a lo lejos. Tardó unos 15 minutos en llegar a la perrera municipal y se detuvo frente a las jaulas al aire libre en los suburbios, sacó la navaja del bolsillo, que ahora más lúcido recordó que tenía y se cortó un trozo de la carne de barriga para tirárselo a los perros, estos hambrientos y posiblemente mal alimentados lo comieron con avidez. Gritó de dolor al hacerlo, los perros gruñeron y ladraron al olor de la sangre.


Llamó a un perro grande a acercarse a la verja, le acarició la cabeza y el perro lamió la herida de su brazo, tal vez con intención sanadora, Román hundió la navaja en su cuerpo fibroso y la movió a ambos lados hasta que dejó de retorcerse, chupó la sangre de la navaja para limpiarla, para comer algo tal vez, y huyó temeroso de que alguien le encontrara.



Malditos perros, escoria de la sociedad, otros chupópteros, estos sin siquiera ocultarlo, era difícil ver perros tirados en la calle, como el que le atacó anoche, sin embargo los mendigos dormían al raso, su vecina bajaba comida a los gatos callejeros y al aparecer un mendigo en el tren todos agachaban la cabeza avergonzados e incapaces de dar limosna, y es que la limosna es una de las peores ofensas que se puede hacer a un hombre honrado, y tal vez en un pequeño instinto de filantropía era la omisión la mejor manera de prestar ayuda, para que aprendiesen que el mundo hay que comérselo, hay que ser el más fuerte, para que no te quiten tu pequeño pedazo de paz, ese que te corresponde por el hecho de estar vivo, y hoy parecía ser él, el único apartado de toda moral, el único que podía, sin embargo, poner orden en el mundo, por ello su pequeño acto filantrópico de hoy había sido matar dos inmundas bocas que ya nunca más debieran ser alimentadas, tal vez su obra pudiera ser continuada, llevada más allá, para la redención de un alma que no existía, por un Dios que nunca le quiso, y fue entonces cuando sintió todo el peso del ridículo caer sobre él, ¿para qué recobrar ese orden? Para que un Dios que nunca le quiso se jactara del el efecto que sobre él tenía su inexistencia, su divina moral, ahora estaba sucio, igual que todos aquellos que alguna vez habían creído serían capaces de arreglar el mundo, de poner orden en las cosas, porque aparte de ser mentira, no está bien, al fin y al cabo ¿por qué iba a estarlo? ¿Por esa extraña obsesión de hacer felices a los demás?, ¡Oh Dios mío! El hedonismo pasó de moda hace muchos años, todo el mundo sabe que el sentido de la vida no es hacer feliz a los demás, ni siquiera a ti mismo, eso no es más que el placebo del que nos alimentamos para seguir levantándonos cada mañana, esa bonita mentira consoladora que nos hace confundir las pequeñas euforias con la felicidad, y esta es absolutamente prescindible, absolutamente secundaria e innecesaria, tal vez el sentido de la vida era simplemente darse cuenta de esto, sin embargo no lo creía, ya que no se sentía dispuesto a morir. Tal vez el simple sentido era errar siempre, en las preguntas, y en las respuestas sobre todo, para poder seguir preguntándoselo, para seguir buscando esas verdades que nunca llegaban, para vivir, y es que esa es nuestra gran miseria “que hay que vivir”… Tal vez ese no fuera el sentido, tal vez no existiera tal cosa y fuera solamente otra de esas verdades que todos aceptamos para seguir, para nada, porque “hay que vivir”. Ya lo decían los sabios.


¿Hay que hacerlo?, aunque aun no entiendo para qué, tal vez por ello viva, para poder descubrirlo.



Y en no entender es donde se encontraba su mayor cordura, esa por la cual superaba a todos los demás, esa que le hacía más humano que a ninguno de los otros, más real al menos, más sincero consigo mismo tal vez.



A lo lejos alguien ladra, aquí cerca: alguien ríe…


“Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña…”


Y eran las lágrimas esta vez las que se balanceaban arañando su cara.



Oph**

domingo, 15 de agosto de 2010

IX. Cuando el frío es sofocante.





Las colillas se amontonan en el cenicero que un día fue transparente y hoy ostenta a ser traslúcido, su mano derecha, impaciente tamborilea el mantel amarillento y desgastado, las uñas brillantes, color rojo pasión, debían haber sido arregladas ya hace tiempo. En su mano izquierda y entre sus labios de manera intermitente otra colilla más, infecta y manchada de carmín, de ese que tiempo atrás la hacía sentir bella, ese carmín rojo que tantas camisas ha manchado de pasión, y es que siempre había abusado del maquillaje, sobre sus ojos las sombras se entremezclan negras y azules, bajo ellos el color va más allá del morado.


Siempre el maquillaje y la ropa prieta habían conseguido que se sintiera segura, ahora no era más que una costumbre de su antigua vida, había descuidado su aspecto hasta el punto de no retorno y el maquillaje ya no cubría sus ojeras, el pelo lacio le caía a ambos lados de la cara y las arrugas surcaban con violencia el joven rostro de Marie. Los ojos bajos estaban concentrados en la taza de café frío que ya no tomaría, sabía que él no aparecería tras hora y media de retraso, una vez más Yago tenía algo mejor que hacer.


Estaba cansada de intentar rehacer su vida, se sentía desgastada y dada de sí de tantas idas y venidas y de que tantas sonrisas le salieran rotas, el camarero se acercó con delicadeza hasta su mesa, si no quiere usted nada señorita… qué iba a querer, ella elevó sus pestañas para contestar y él se perdió en sus ojos arrasados de lágrimas, en sus pestañas tiernas, por un momento no supo qué hacer y decidió seguir con su rutina.


Empezó a hacer pedacitos su servilleta de papel empapada de lágrimas, la que había arrugado con rabia intentando infringirle algún dolor, tenía miedo de que su llanto se desatara en mitad de la cafetería y sus hombros empezaran a convulsionar, podría haber pagado y haberse ido si hubiera tenido el dinero suficiente, no le quedaba otra que esperar.



Cercana la hora de cerrar, el camarero dijo que acabaría el trabajo, acercó una silla y la cogió de la mano, ella estaba demasiado avergonzada para devolver la mirada, así que fue él el que fue a buscarla entre el maquillaje corrido, era increíble, tras tanto tiempo sin haberla visto, al principio había dudado si era ella, pero tras observarla toda la tarde le pareció obvio, cuando ella levantó la vista no pudo más que reprimir un sollozo y abrazarle, el también lloró como era de esperar, parece ser que no había sido tiempo suficiente para nadie, quizás sea que el tiempo no cura las heridas o que no supieron acostumbrarse al dolor, pero por un momento, ambos supieron que era lo que necesitaban: no más relativismos ni mirar hacia otro lado, él se había ido y el tiempo no iba a cambiarlo, nadie parecía entenderlo, menos ellos.


Quizás fuera porque eran almas solitarias que no supieron superar el duro golpe, o quizás es que no quisieran superarlo, porque el dolor lo hace real, y el dolor es también una manera de sentirse humanos, cuando estamos desmembrados, es una manera de afrontar la vida, quizás incluso la más fácil y la que menos esfuerzo nos requiere, la que mejor nos hace sentirnos con nosotros mismos y la única que nos permite mirarnos al espejo sin avergonzarnos y sin sentirnos culpables, porque no existe nada peor que, que te duela más sonreír que llorar, así mujer y hermano encontraron que no eran los únicos miserables y pudieron más que sentirse humanos, sentirse comprendidos.



-¿Cómo estás?, ¿Cómo está Carmen?


-Carmen no está, me dejó cuando se fue Sofía, un poco después tal vez, no recuerdo.


- El otro día me llamó, quería saber de vosotros, le dije que la llamaría cuando supiera, no quiere llamaros, pero está preocupada.


-¿Carmen?


-No, Sofía.


-¿Está bien?


- Sí, sí lo está, sabe arreglárselas sola.


- ¿Y tú?


- Sobrevivo, estoy viviendo en casa de Yago, era a él a quien esperaba, pero debe haber tenido algún problema en el trabajo.


-Hoy puedes quedarte en casa, es una casa muy grande para mí, y le podemos llamar desde allí, para que esté tranquilo, es tarde, y no tienes buen aspecto, necesitas descansar.


- No me encuentro muy bien, la verdad, estoy un poco mareada, estoy enferma.


Román asintió creyendo comprender, pero Marie sabía que no lo había hecho, mucho mejor, mucho más fácil.



Aunque en una situación normal nunca se hubiera adentrado sola en casa de Román sabiendo de sus problemas, aquello no era una situación normal, nada lo era últimamente, necesitaba acostarse, tenía náuseas, y por un momento se sintió hermanada con él, como una muñeca rota, unidos por el dolor, por la pérdida, y sobre todo por la miseria y la culpa, esa de no haber hecho nada, y sin haberlo hecho haber estropeado la vida de los circundantes, se dejó guiar.


Fuera el frio era sofocante, la ahogaba y hacía tiritar, sin embargo le hizo sentir mejor e hizo que pararan las nauseas, necesitó agarrarse a su brazo para no caer en el trayecto a la casa.



Él la deja caer en la cama con suavidad con un movimiento que pretende ser estar o parecer fraternal y se tumba a su lado cuan largo es su cuerpo, desde esa posición ella no puede evitar ver su miembro, erecto, su vergüenza y sus mejillas encendidas, su sonrisa. Sin entender porqué desliza sus manos hasta el pañuelo de seda que cubre su cuello, y lo desata con sensualidad, desabrocha un botón de su blusa, insinuante y se siente deseada, y eso le hace dejar de sentirse una mierda, una miserable y por un momento se siente válida, joven, viva y de entre su pecho escapa una fragancia a lilas, que sale al encuentro de Román. Y él se levanta y se quita la camiseta deprisa, y la mira con deseo, y la ternura se evapora entre el calor de sus cuerpos, y con los ojos anegados en lágrimas, respira como una bestia enjaulada, Marie sabe que es peligroso, que el dolor le ha hecho perder la cabeza, pero desabrocha el sostén, con pausa, regodeándose en cada pequeño momento, y desabrocha la falda, y desenrolla las medias tendiéndose en la cama suave, jugueteando con su pelo, arqueando su cuerpo al tumbarse.



Cada molécula de luz gravita frente a la ventana y cae lasciva sobre su cuerpo desnudo y laxo entre las sábanas frías, riéndose del camino escogido, jactándose de su suerte, tiembla aterrorizada ante lo que sabe sucederá, sabe que no es lo correcto, pero está cansada de que nada nunca lo sea.


Sus cuerpos están separados en el infinito, por un espacio inconmensurable, y es ese espacio vacío lo único que parece existir como si de la salvación y bondad se tratara, como si fuera un espacio imposible de salvar que impidiese su perdición, en esa separación entre sus cuerpos el silencio tiembla avergonzado de allí encontrarse entre los desnudos, entre dos suspiros confundidos.


Él la mira sin saber bien qué decir, ni cómo pedirle perdón por lo que sabe sucederá, pero que es inevitable, y le lanza una mirada lacónica y se muere en sus ojos, y la mirada vuelve atravesando ese espacio que les separa, veloz y sin esfuerzo aparente, violando esa salvaguarda incorpórea, inexistente, que parece ser lo único que existe, lo invisible, es lo único que perdura de entre ellos, es lo único que ahí está, él ya no está, ella ya se fue, ambos se abandonaron y aquel espacio, que de esa huida quedó fue muriendo al calor de sus cuerpos, hasta extinguirse en una llama azul que crepita dentro de ella, ahora nada hay, ahora nada queda, murieron los vacíos, y los silencios.


***


Y Sofía, olvidada capítulos atrás se desespera en su hastío, en su desinformación, en su culpa, como poetisa sin versos, sin musa, sin amor sin siquiera la visita de la apatía, de la abulia.


Y sin amor, casi con odio mira el teléfono esperando a que suene a cada segundo, y no lo hace una vez más, y una vez más es Eloísa quien le impide llamar.


-Sophie, ¿estás bien?


-Claro pequeña. Dime, ¿Necesitas algo?


-Pues si tienes un segundo… me gustaría que leyeras algo, lo escribí para el colegio, quiero presentarlo para un concurso, y bueno, desde lo del bebé mamá no levanta cabeza, no parece haber aceptado ya su pérdida, y me da cosa pedírselo a ella.


- ¿Tú cómo lo llevas?


-No sé, creo que aun no me había hecho a la idea de tener un nuevo hermano, así que en cierto modo es como si no hubiera perdido nada, pero mamá… estoy preocupada por ella, cree que es culpa suya.


“Incoherentes, gracias al cielo que lo somos, gracias al cielo que podemos escuchar ese llanto, ese pum pum, y henchirnos de alegría y llorar sin saber por qué, y amar sin necesidad de pensarlo, sin racionalizarlos al menos por una vez, por parecernos natural, sin necesidad ni de cuestionarnos el por qué, para poder sentirnos de ello capaces, capaces de amar, y de sentir sin necesidad de nada a cambio porque nada nos dieron, simplemente de amar ese llanto, esa esperanza, y esa incertidumbre del que todo lo tiene por delante.”


-¿Y cómo está el señor?


- Padre nunca se muestra tal como es, pudiera estar fatal o no importarle en absoluto, mamá tampoco podrá responderte a esa pregunta, al menos sé que no se preocupa demasiado, lleva dos noches sin venir a dormir, a veces me pregunto quién es realmente, y por qué no le conozco.


-Eloísa… ahora creo que tienes que cuidar de la señora, y de Enrique, que aunque no entiende lo que ha pasado, ve a tu madre triste, y se apena, me sorprende que un niño tan pequeño pueda demostrar tanta sensibilidad hacia penas que no puede comprender, y a veces temo por él.


- Es un niño especial, lo sé, tal vez sea a causa de haberse criado sin padre, más que la sombra de uno, yo tuve más suerte, creo que antes no era así, tal vez solamente recuerde lo que quiero…-


Eloísa gira la cara para que Sofía no vea caer una fina lágrima por su mejilla y cuando vuelve a encararla muestra una ligera desaprobación.


-Lo pienso, y tú lo sabes todo de mi, todas mis pequeñas miserias y yo mientras, nunca supe nada de ti, no es justo ¿sabes?, por eso yo no puedo tratarte como lo hace él, porque yo sí que me doy cuenta. Me gustaría que cambiara, sé cómo eres, o espero saberlo, y de ser así espero no equivocarme, sé cómo nos tratas y el amor que nos das a cambio de una paga seguramente insuficiente, sé que mamá no te trata como debería, que papá no te trata y que no estarías aquí si tuvieras otra oportunidad, pero también sé que no te quedarías si Enrique no estuviera aquí, si no fuera por cosas como estas.


Te veo cada tarde mirar al teléfono ansiosa, te veo siempre alicaída y con esa sonrisa rota tan tuya que solo Enrique te quita a veces y tal vez es que soy yo la única que no está demasiado ocupada como para darme cuenta de que no estás bien, y sé que no tengo derecho a pedirte ninguna explicación sobre nada, pero tengo todo el derecho del mundo a ofrecerte mi ayuda siempre que estés lista para hablar con alguien, como amigas.


Sofía asintió con los ojos anegados en lágrimas y Eloísa de dio cuenta de que estaba en lo cierto, en todas y cada una de las pequeñas cosas que había dicho, Sofía derramó un par de lágrimas sobre su hombro.


-Gracias y lo siento por todo, creo que ya me entiendes, nunca pretendí ser hipócrita, solo pretendí tomar el camino fácil pero me alegro de que exista cierta humanidad en el mundo, de que para ti ese camino no sea suficiente, de que quieras más, de que seas una persona de esas de las que bien pocas quedan. Cuando llegué aquí, había dejado de creer por completo en la humanidad, personas como tú y tu hermanos sois los que me hacéis encontrar un sentido, y sí, es por eso por lo que me quedo, el domingo tengo un rato libre, siempre lo paso en la misma cafetería, es una bonita cafetería cerca de aquí, bastante bohemia donde tocan jazz, tal vez te gustaría venir y escuchar mi historia.


Eloísa asintió y le tendió la mano con los papeles que rezaban “tale”.


-Lo leeré encantada.


-Iré encantada.



Bendita inocencia esa la de Eloísa, esa de Enrique esa que ella esperaba no haber perdido del todo.


Creo que ha quedado claro que el mundo no nos gusta... se exploto nuestra pompa de jabón y los colores ya no reflejan su distorsión en su esfera azulada


La pompa se ha pinchado y no mirar a su través nos devuelve un mundo gris y desdichado que nos había engañado haciéndonos creer que todo era perfecto, que la gente era humana, y ahora los de antes ya no somos los mismos


Sentirnos decepcionadas del mundo de qué puede servirnos, las entidades nunca se sienten culpables y últimamente las personas tampoco lo hacen, pero allá cada uno con su conciencia.


Sin embargo estoy convencida de la ley de la conservación de la materia, la felicidad no puede evaporarse y los colores no se tiñen, solo se cubren parcialmente de gris para engañarnos nuevamente


No creo que exista acceso a la realidad, solo tenemos acceso a nuestros sueños y sabiendo que nuestro índice de certezas es siempre menor del que sería tolerable hoy yo estoy dispuesta a crear una nueva pompa, ya que el mundo no es perfecto transcribamos en el nuestros sueños


Necesitamos poetas que nos digan qué soñar, yo sigo esperando los míos, y hoy por primera vez en mucho tiempo, por encontrarte, me siento con fuerzas para volver a soñar, de volver a mirar hacia delante, y una vez más con un miedo irracional a mirar hacia atrás…