viernes, 19 de octubre de 2012

Rima 84.




Fue así, casi como por descuido que se abrazaron presurosos de oscuridad, de silencio, sin haber decidido tan si quiera que lo harían. Fue así, casi de improviso que se dieron cuenta de que lloraban, de que temblaban y sudaban; no importó esto a unos, ni tampoco al otro. Ambos entendieron que no podía haber sido de otra manera, no para estos tan temerosos, para los que eran tan conscientes. Así que no les separó la pena, ni lo hizo la soledad. Tampoco ayudó esta a que se abrazaran más tierno, ni tampoco más fuerte, estaban paralizados, en “íntima compañía”, no podía ser de otra manera.

Hacía frío; aunque con toda probabilidad, no era esa la causa del titilar de sus cuerpos, fuera aullaban los demonios, y a hurtadillas la soledad se fue a jugar con ellos, a conspirar contra los hombres, a herir a las mujeres. Al irse, ella la vio desdibujarse contra el marco de la ventana, difusa y violenta. Ya se escondió la noche, ya venía el día; y no había en este, lugar para la soledad clara. A partir de entonces, habría de conformarse con la velada. Tuvo miedo, de que por escondida siguiera allí de todos modos, y refugió su cabeza en su hombro.

Él tembló, como si escuchase aquel pensamiento trémulo y vergonzoso de sí, pero no tuvo si quiera dónde esconder su corazón. Así que ella se lo cogió con las manos y con ternura lo besó, a ver si así se le pasaba un poco la congoja; a ver si así seguía atronándola con sus latidos un poco más.

Fue así, como se dio cuenta de que se había obrado un cambio, y entonces fue ella quien tembló  un poco.

Oph**

domingo, 7 de octubre de 2012

"El amor se acaba al amanecer"




Era la luz tan clara y pálida que dibujaba texturas en las ajadas páginas del libro, tan clara que aun no había salido el sol.
Tal vez nunca hubiera reparado en ella de no ser por esa luz dorada que inundaba el vagón envolviendo sus cabellos, resaltando su sonrisa, conduciéndole sus efluvios, tal vez por esa misma razón hoy no puede recordarla aislada de esa tenue atmósfera de perfume y anaranjada luz que entre sus pestañas gravitaba; tal vez, sea simplemente que ninguna otra luz haga justicia a su belleza, a lo mejor es que las criaturas como aquella solo vivían de la luz de la mañana, a lo mejor es que no eran más que eso, eso que también se ha llamado rayo de luna.

Pero a él le gusta pensar que no fue así. Que aunque ya no le sea posible encontrarla sigue existiendo, que aunque ya no siga siendo la misma es el recuerdo reflejo de la verdad, que aquellos ojos grises y almendrados eran en realidad tan puros como los recuerda, tan tristes como los sentía, los labios tan gruesos y tan dulces como los imaginó, las manos tan inexpresivas, tan temblorosas y quebradas. 

Recuerda las mejillas apagadas, coloreadas con polvos de color rosa y el color aun más oscuro de debajo de sus ojos.

Recuerda el punzante dolor en el pecho, la inmensa pena, más cercana que ningún otro sentimiento que nunca hubiera tenido al amor. Recuerda el ensordecedor traqueteo, el violento movimiento, lo agobiante de la gente, la insultante claridad de las paredes, recuerda como pensó que todo aquello la rompería, recuerda como casi deseo que lo hiciera, que brotaran las lágrimas, que se desgajara el alma.

Fue por ese parón, preludio del desastre, fue por ese levantar de los ojos, que rompió la ilusión; tal vez, solo fuera por la coronación solar, fue entonces que la vio en todo su esplendor, en toda su miseria, y al instante acalló el dolor del pecho, al instante ella se rompió.

Pero ya no importaba.

“El amor se acaba al amanecer”

Oph*