sábado, 29 de enero de 2011

Cuerda floja.


Y el arlequín triste se balancea sentado en la cuerda floja, porque no tiene fuerzas para caminar por ella nunca más, al perder su nariz roja, y agacharse a buscarla se le cayó también la sonrisa; y ahora se encuentra entre dos abismos, agarrado a una fina soga que pugna por ahorcarle, a dos abismos infinitos, formados del vértice de la redondez de la soga, y se agarra al frio abismo del pasado, que parece haber perdido el sentido que un día tuvo y al que no sabe cómo llegó, y teme lanzarse al del futuro, porque nada sabe de él y el miedo le impide más que balancearse en una peligrosa estereotipia de un sin vida que es no muerto.

Y le devuelve, el anfiteatro el eco de lo que en un día fue risa, trastocado en sórdida sorna, en cruel mofa que martillea su cerebro, como si de la boca de los niños mudos saliera, y yacen en el suelo los zapatos tirados junto al monociclo, rojos y encharcados de lágrimas negras, y hacen “chof chof” a cada uno de los pasos que ya nunca darán, de lágrimas brillantes, de maquillaje corrido, que ridiculizan su rostro y lo entristecen, derritiendo los rasgos, borrando la sonrisa que lo ocultaba, para dejar el propio al descubierto, impávido, incólume.

Y la disposición del teatro hace que la arena se agite al gélido viento y manche las butacas de terciopelo granate, y hay entradas rotas en el suelo, y un palo de algodón de azúcar, lleno de hormigas en un rincón.
Se balancea, sentado en la cuerda floja, estirándose de las chorreras de la camisa arrugada y sucia, con olor a alcohol, a tabaco, a sexo y a pena, y solo se plantea si al caer la soga le ahorcará, o si tendrá que prolongar la agonía hasta llegar al suelo, y si esto será, o no, una parte más del espectáculo que es la vida, y si lo es, si se trata de una tragedia, o la más sublime de las comedias y sobre todo, el por qué tomó esa decisión ha decidido que ya no importa, porque hace tiempo murió por dentro.

Y aúlla la niña búho en su jaula, cansada de comer tantos cacahuetes, pensando en cuando caerá, muerta de hambre por su carne.

Entre dos abismos, agarrarse a la cuerda, no es si no caer.

Oph**

jueves, 20 de enero de 2011

Lullaby.



Como ya hizo Blas de Otero, hoy me gustaría ante todos pedir la “paz y la palabra”, que es siempre autotélica, pido la una, para que me escuchen y la otra para tener bien qué decir, y también pido que me hagan la guerra, con sus ideas, enarbolando la palabra, como tanto preeminentes hicieron.

Uno de esos maestros que marcan historia en nuestras vidas, lo hizo para mí, me regaló su visión de niño inocente de las palabras, y de enamorado de la retórica, uno de esos maestros que hacen palpitar el pecho y que impelen a las bailarinas a erguirse sobre sus puntas, en un desesperado intento de emular la belleza que de sus palabras y su voz grave se infiere; uno de esos maestros, que aun optan por el maletín de cuero y el ensayo como método de enseñanza, se definía a sí mismo más lector que poeta, como lo somos al fin y al cabo todos, como hasta el más grande de los Borges admitía ser; uno de esos maestros nos contó con mirada tierna y supersticiosa, como un amante de Gil de Biedma en sus tiempos mozos ya empleaba sus juegos a dignificar la palabra, a decir bajito y al oído esas palabras “con efecto” que le hacían estremecerse con su hermano, la suya, era entre otras muchas: “Nenufar”. Y yo no quiero más que regalaros alguna de las mías.

Así, desde el solipsismo al que están abocados todos los que dedican su tiempo a la más egoísta de las artes, que es escribir, me dispongo a hilar en la retórica esos términos con efecto, que guían y convidan a cada entregado solipsista a llevar a término aquel discurso pulcro y elegante, en el que nada dice, pero que nada importa, porque nadie entiende; con la magia de escribir escribiendo, y soñar ensoñando, a aquellos que aun no comprendieron la apoteósica fuerza de la similicadencia, y la cadencia de sus tonos, que al fru-fru de un tutú acompasado en chassé recuerdan, y al sonido sordo de los pies al chocar contra la tarima, y al crujido que sigue del tobillo al pasar del brisé volé al demi-plié y escuchar, y oler su dulce danza y perderme en ella, en la que caí por serendipia y sin esfuerzo y de la que por tanto no obtengo tanto como de este maltrecho arte; en el que a veces, pierdo la fe, pero el que a veces me sorprende y parece dar sentido a todo, porque a veces me acuerdo de los grandes que se fueron, y de todos aquellos que están por venir, de todos aquellos de los que quiero seguir siendo una sombra, no más que el poso que ellos dejaron al marchar, al escribir, para imprimirlo en mi historia y que esta de algún modo, sea por ello también la suya, y que la mía, sea en pequeña medida, la suya, la de la belleza, la estética y el amor por la palabra.

Oph**

jueves, 6 de enero de 2011

Emilita.


Emilita tenía los ojos tristes, “en vez de aceituna, niña de luna” y cantaba canciones folclóricas, desgarradas, al más puro estilo lorquiano, de pasión, furia e impotencia (como diría Inclán), por “intentar arañar la luna, y solo arañarse el corazón”, para tratar de silenciar o camuflar el sonido del bote que iba contra todo chocando, y de ese modo desgastaba su voz, sin más sentido que el acallar ese sonido en su cabeza.

Y llevaba los zapatos de madera, para ir limando los sabañones al paso, y papel de periódico bajo las medias, para guardar el calor, y las noticias malas, que no sabía leer, pero sabía que había más malas que buenas, porque la estadística se rige por el beneficio, y el beneficio por el morbo y las hay que siempre han sido de refranes, y es que mal de muchos, consuelo de tontos, y eso, que era tonta, era una de las pocas cosas que hoy sabía con certeza absoluta
Y era por el morbo, que madre siempre le decía que cortara sus pechos y los exhibiera en vitrina de pastelería, para que salivaran de dulces los caballeros, y las bolleras trabajaran con ellos, y así tal vez no tuviera que morirse de hambre, pero Emilita tenía miedo, porque nunca antes había cortado un pecho, y no sabía bien cómo hacerlo y no sabía si de salir bien era un negocio seguro, que nunca se sabe, en estos tiempos que corren.

Emilita dormía por los días, para pasar menos frío por las noches, y de tanto soñar a deshora se había olvidado de soñar correctamente y por ello, a veces ahora soñaba en hebreo, y como Emilita no hablaba hebreo no podía entenderse con sus propios sueños y por la noche, al despertar era como si no hubiera dormido nada. Sentía el músculo ciliar desgastado de tanto escudriñar la noche; y de decir las cosas a destiempo y comer a deshora se le había atolondrado la faringe, como madre dijo que ocurriría.

Y daba, Emilita, muchos traspiés, que se le enganchaban los zuecos con la cinta del bote y de todos es bien sabido que la madera de roble es poco flexible, pero duradera, y práctica, que los callos los libran de astillas y en un par de meses se los cambian en la calle de la esquina y nada pagaba por ellos.

Emilita nunca tuvo oficio ni beneficio, como padre dijo que nunca tendría, por ello vendió a Ramoncín nada más fuera este un “emigrante, de su útero al mundo”, y cada noche en el albor, desdentada, daba las gracias al viento por habérselo quedado, y por ello sonreía y daba vueltas hasta caer rendida entre los surcos de las baldosas, esos que están llenos de cocodrilos, y da las gracias al mundo, por ser como es, y al viento, por mimarla y acariciarla como lo hace a pesar de tonta y fea que está.

Y ahí, caída, es donde espera que empiece a llover, y que como lluvia ácida esta disuelva su sonrisa y su ánimo y sus sueños que de un tiempo a esta parte no entiende, como tampoco entiende la lluvia, cayendo gravitacional y perfecta sobre su pelo enmarañado sin perder su brillo al contacto, y es que es de las cosas más bonitas que ha visto nunca, y es que sus lágrimas hace tiempo se tornaron tierra, y ella se tornó polvo.

Oph**

lunes, 3 de enero de 2011

No importa la caída.


1. Coger las manos.
2. Comprobar sujeción.
3. Cerrar fuerte los ojos.
4. No importa la caída.

Y si me coges de las manos y me agarras, fuerte, con miedo a que me suelte aunque tal vez fuera por accidente y cayera o me elevara, de nada se sabe el resultado, entonces, si me sostienes con tus manos cálidas y tus brazos fuertes me atreveré a girar y a echar la cabeza hacia atrás para que el viento me alborote el pelo y que me dé igual como habrá quedado una vez vuelva a su sitio, si puede hacerlo y no la he perdido por ti. Y tal vez, te pida girar más rápido intentando parece más valiente e incluso me ría de tu giros, pero es para poder pensar menos en todo, y más en cosas que me asustan, por asimilarlas menos, y tal vez en el giro a veces me maree y pierda los pies en el barro y quiera parar para abrazarte, para oír que no quieres soltarme y asegurarme de que no estoy girando sola.
Y es que solo si es contigo me gusta que la lluvia me moje, o que haga frio y viento para tener una escusa más para abrazarnos e ir sin rumbo fijo o predeterminado por un Madrid que parece itinerante entre tus pasos y los míos, mientras tendemos irremediablemente hacia allá y hacia todos los sitios por los que ya antes estuvimos y tú, echas de menos, y así poder perderte en esas calles que no te gustan nada y que a mí me encantan en las que donde tu encuentras suciedad, yo encuentro la vida bohemia que nunca tendremos, para acabar respirando tus dulces sonrisas, en el mejor de los casos, cuando tienes uno de esos días buenos y me echas un par en el café, porque no quiero ponerle azúcar, y así está más dulce.

Y bailar danzas de cortejo, a ritmo de drum and bass, y cantar bajito para que no se nos oiga ni se rían, o a gritos, para que te manden callar, y vuelvas a cantarme al oído, mientras seguimos perdidos entre lo que somos y lo que quisiéramos ser para el otro, para acabar bailando cogidos frente a un músico ambulante, para reírnos y huir, cuando empiece a darnos vergüenza, darnos las manos, fuerte, teniendo que comprobar cientos de veces si estamos bien cogidos, para girar y que los pies dancen bajo la lluvia, y se nos caigan las miradas que ya hemos usado, y tengamos que inventar nuevas caritas con las que mirarnos y convencer con las que hacer sonreír, o que impliquen no caber en sí, y no sepamos expresarlo, más que con la estereotipia de una rabieta, sin que en nada, a esto se parezca.

Tal vez todo esto sea lo que tú das en llamar amor, o tal vez lo sea hablar de bolas de cristal, pero no tengo ninguna evidencia cierta de que en realidad lo sea, sin embargo, y solo mientras acabo de cerciorarme, hoy confiaré en que tal vez lo sea, y sí, por complicar las cosas, como a mi tanto me gusta, tal vez haga que algo tenga un poco más de sentido.

Oph**