jueves, 26 de mayo de 2011

De lo bueno y lo malo.


Y apareció así ante mí, resoluta, la verdad. Tan clara, sobria y perversa que se tornaba negra a mis pupilas, de dilatadas y congestionadas que se encontraban como temerosa de mi ya amarillenta, y por los años corrompida, esclerótica.

Una incongruencia absoluta hacia todo aquello que alguna vez había creído como puro y claro; como consistente, necesario y a todas luces cierto “colorín, pingajo y hambre” o al menos en esto basado, cayendo en el irremisible error que ya anunciaba Wittgenstein, pero que aquí no puede si no hacer eco al bueno de Valle.

Todo lo que alguna vez habría podido, tal vez, salvarme ante momentos de debilidad; aunque sin embargo, nunca lo hizo, quizá, por lo incompleto de su esencia, su mutilada identidad; al tener nuestras mentes miedo de su totalidad, de la introspección, y de mirar con los ojos como volados hacia dentro, abandonando, de una vez por todas, todo aquello que nos habían enseñado debíamos buscar cuando miráramos; haciéndolo sin miedo.

Olvidando a los dulces pigmaliones, que a comprobar nuestras creencias nos impelían que de ciegos y burdamente absurdos que somos; nos conducían sin alternativa a ese punto de no retorno, al círculo vicioso del autoengaño, que hiel suave sana y alivia la ponzoña de nuestras almas.

Es tal vez por ello y por la propia jactancia de creernos a su imagen y semejanza que no somos capaces de idear un Dios más allá que de la mitad de nosotros mismos, cuando nuestra imagen y semejanza no solo destila pureza, sino también crueldad y ponzoña.

Y es que asumir un Dios completo del bien y del mal al que a imagen y semejanza hubiéramos sido creados pondría en entredicho nuestra jactancia y autoestima por partida doble, en un dilema irresoluble, o somos malos, o nuestro Dios a nosotros no se parece.

Es por ello que nos empeñamos día tras día y hora tras hora en mutilar nuestra identidad tratando de desterrar de ella todo aquello que consideramos pertenece al reino del Maligno. Aun hoy, y a estas alturas, no sé si eso sea tal vez lo que nos salve, nuestra perdición; o si es simplemente lo que nos define, ese complejo de superioridad mal digerido, que a fin de cuentas y por razones que no logro atisbar debe ser la adaptativa mutilación de nuestro yo.

Oph**

sábado, 21 de mayo de 2011

Claude.


Claude era, como no podía haber sido de otra manera, de un vaporoso y tierno carmesí, al menos era así su sonrisa, eterna e inmanente. Del resto de ella, no tengo si quiera memoria cromática, qué decir de la semántica o episódica; si bien es cierto, ni si quiera las necesito al de ella conservar el aroma de sus sonoros ojos y el frú frú de su vestido, que violento se desdibuja a golpes contra sus níveas piernas, de cualquier /b/ello desprovistas; y entre delicados y distraídos brochazos, llenos de pasión, delimito el espacio entre estas y los tules.

Y luchó descarnadamente para teñir, sin dilación, de tristeza su sonrisa desdentada, luchó contra la retracción vertical de su mandíbula sumisa; en esos momentos, lo que menos falta le hacía era que nadie le cuestionara su derecho ni sus motivos; era ahora, en ese preciso instante de incertidumbre fútil y volátil, cuando cualquier mirada intimidatoria la hundiría por no entender la naturaleza de ese su nuevo estado, y si bien le habían contado que existía gente en primacía de esos ecos( que querían llamar felicidad) permanecía en ese estado ignominioso. Qué agobiante debía ser esa vida, replanteándose a cada instante la validez de sus motivos para esta; de cualquier modo, si algo le quedaba claro es que: ella, de la vida, nada sabía al siquiera tener una.

Y es que no era más que el sueño inconcluso del que tal vez fuera un loco, y no podía sino tratar de acatar sus órdenes aunque tan verde fuera la hierba y tan terruñero pareciera el sol a simple vista, ni si quiera aunque las flores fueran verdaderos acúmulos de pintura saltarines y libidinosos de una pintura con el óleo mal mezclada.

Tal vez, en otro lugar, existieran de manera usual otras cosas en tersos lugares aunque de ellos no hubiera acúmulos ni verdes campos, y esa pequeña sonrisa fuera tal vez la primicia de que lo hacían, como había oído decir en historias tal vez también por otros locos escritas, pero eso era ya otra cosa pues podían al menos mover y avanzar, por preescrito que estuviera el camino, claro que de ello nada sabía, y tampoco valía la pena la eterna duda del algo mejor; si al fin y al cabo, eso no estaba tan mal. Y no es que tuviera miedo, es tan solo que conocía su condición de imagen, de pensamiento, de alucinación. Al fin y al cabo nada temes, si nada has tenido, si has perdido aun menos.

Al fin y al cabo,- ¿alguna vez has estado mejor?- Eso creo, pero al fin y al cabo memoria cromática no me queda más que de esa sonrisa, y de ella es de lo único que puedo recordar, porque es de lo único que tengo verdadera ausencia, ausencia; al fin y al cabo, de eso que nunca tuve, supongo, que son los contratiempos de ser la idea de un loco soñador, y discúlpenme la redundancia.

Y aun después de todo lamento y tribulación no puede Claude sino pedir perdón por atreverse a ponerlo sobre un papel o tal vez a querer haberlo hecho, por si de ellos alguna de vuestras vísceras ha removido o tal vez se les haya agitado el frio cerebro Aristotélico; a los efectos, nos es indiferente, pero de galanes y bien educados es el pedir perdón por poco que las penas de otros no importen, mientras en la introspección estamos sumidos.


Oph**