miércoles, 28 de septiembre de 2011

Madre.


Mire madre, que a punto estuvieron de quitarme la vida, la otra noche cerca del río, y ni tan siquiera un poco se arrepiente de haberme herido en sus versos, tan a punto estuvo de quitarme la vida que casi me matan y mire madre, que tan siquiera me han pedido perdón, no lo han hecho aunque sean profundas las heridas del alma y llore en las noches por ti. Que aunque fueran sus palabras cortas, de buena tinta sé que eran sus intenciones largas, y sus caricias cálidas, y sus besos amargos y desesperados. Mire madre, he de decirle que casi me matan, y ni aun ahora podría decirle a ciencia cierta si es verdad que estoy muerto o solo lo imaginé; o tal vez, simplemente, se trate del extraño hecho de querer morir, madre he de decir que por encima de todo estoy muy asustado, ha de saber que, aunque nunca tuve especial gana de morir y tener que dejarte, siempre supe que nunca sería un hombre hasta entonces. Y la verdad es que no entiendo ahora nada, que hace poco encontré a mi agresor y no pudo sino sonreírme. Y sepa madre, que a pesar de todo en el alma la respeto, ha de saber madre que si de verdad me mataron sus versos en la vida me lo perdonaré, pero es que madre, estaba la noche tan estrellada que me resulto muy difícil resistirme al aroma de su piel, y por encima de todo ha de saber madre, que si usted no lo quisiera no sería esto una despedida y nunca la volvería yo a ver. Y sé que puede ser esto una imperdonable afrenta a su amor casto y puro y ni tan si quiera yo puedo llegar a entender cómo pude amar a ese ser, que nada por mi ha hecho en detrimento de la que es mi madre.

Sabe madre, creo que lo amé por sus versos y si tal vez fuera esta la razón pudiera ser mi amor puro, que son cortos los versos, y sin querer se nos meten por las orejas y al corazón nos llegan, madre, ha de saber que siento en esencia el indecible dolor de que usted crea que por ella la he olvidado, pero nunca hizo usted versos para mí y nunca dejó que su pelo resplandeciera a la luz de la luna; he de confesarle, madre, que me pillaron por sorpresa aquellos primeros versos que en vez de en mis orejas entraron en mis labios, y también ha de saber que estuve desde entonces muy confundido, que nunca hasta el momento había visto ya existencia de esos versos y ardió en llamas todo al momento sin que yo pudiera hacer algo para extinguir lo que creía ser mi alma, e incluso creí por un instante que todo estaba bien y con nitidez no recuerdo muchas de las cosas, pero sé bien, que su cuerpo fue un verso entero y puro, pero era un verso diferente, mucho más similar a esos que me dejó en los labios que a los que me regaló para los oídos. Y madre, cuando fue todo su ser verso fue este solo para mi, y creo que por un momento incluso yo mismo llegué a ser poética cadencia, como una imberbe alegoría que confundida, aun, trata por encontrar su propio sentido y mire madre que nada más volver ella a ser cuerpo y yo a ser hombre creí por un instante haber cometido el mayor de los errores, hasta que volví a verla, toda de versos llena, que eran sus ojos de azabache, de cisne el cuello y pálida la frente, pálida y fría como el hielo, que de la pasión, ardía. Y finalmente vi todo el verso guardado en su sonrisa.

Entiéndame madre, que aun espero su perdón, que el de la criatura verso ya ni lo quiero ni me importa, que hace días la vi reír y aunque en sus ojos no pude perderme quedé perdonado de cualquier mal que ella pudiera causarme en el mundo; sin embargo, sepa madre que si usted me lo pide será esta experiencia solamente la afrenta del río y volveré a su regazo como si nunca en mi hubiera muerto el niño que usted trajo al mundo. Sin embargo, espero que tal vez, aunque celosa y por la locura cegada pueda usted perdonar y tal vez incluso alegrarse de este niño amor, que a su hijo destrona y tal vez le de muerte, pero tal vez sea el nuevo hombre algo mejor que aquel que marchó en la oscura noche, tendido junto al río.


Oph**

lunes, 12 de septiembre de 2011

Claroscuro.



En el juego del claroscuro se esconden las sombras, y ahora que de ti ya no me queda nada, juegan los enamorados a construir eso que los antiguos ya llamaron amor, y nada más acabar no quieren sino destruirlo para comenzar desde cero y hacerlo de todas y cada una de sus formas, eternas e inmanentes, para deshacerlo siempre con la misma sonrisa, y es que no se conoce destrucción alguna dotada de cariño, excepto esta de ese amor.

En el juego del claroscuro se esconden los enamorados, de las sombras, como entrelazadas e indiferenciadas, hay quien diría que hermanadas incluso se encuentran, cuando solo ellos saben dónde acaba el uno y dónde empieza el otro y conocedoras de que son por un momento necesarias a su propio tiempo y espacio permanecen en el claroscuro confiadas y perdidas entre un suspiro que se va, y un gemido que ya viene.

En el claroscuro se esconden, y aunque de sobra saben que hubo otros muchos como ellos no se atreverían a creer ni tan solo por un instante que pueda existir amor más grande, pasión más pura, sensualidad más inflamada; y entre los gradientes, la oscuridad y el calor de sus cuerpos olvidan agradecer a las nubes que las proyectan, su presencia, tal vez sea por ello, o tal vez nada tenga que ver, pero es el viento el que fuerte las aleja sin piedad, a la caída del sol, tras la caída de la lluvia, cae también toda esperanza e ilusión, para irse con viento fresco, tal y como llegó.

En el juego del claroscuro, aunque nunca vuelvan a encontrarse aun han de saber que lo que tuvieron no se lo quita nadie, y por supuesto, que a partir de ahora, será para ellos más cierto que para nadie que cualquier tiempo pasado fue mejor. 

Oph**

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Para que las palabras cobren vida III

Nacimos para estar juntos.



“Nacimos para estar juntos”, dijo él con voz melosa y tono de broma, sin comprender que aunque aquello no fuera una aseveración ni exacta ni “absolutamente” cierta le daría sentido al resto de todas las cosas, y por ello hizo, en un instante, que todo cobrara sentido; y que el café, nunca suficientemente fuerte, lo fuera un poco más, y que el chocolate del donut, nunca suficientemente dulce, al contacto con sus labios fuera lo más dulce que ellos jamás habían probado. 
Y es que aun no sé para qué nació él, y tal vez nunca llegue a saberlo, porque quizás no sea necesario; pero he comprendido de un plumazo el sentido de mi propia existencia; y es que no existo más que para que él exista, bajo el axioma por el que para la contingencia de cualquier existencia es necesaria la existencia del “yo”, sé por ello que existo como simple motivo de su existencia, porque habría sido demasiado cruel, por parte de ese Dios contingente a la necesidad de mi misma privar a la humanidad (contingente de mi mente) de su presencia.
Y como un crío que un día descubre la permanencia de los objetos, y que las cosas siguen existiendo aun sin su presencia yo hoy descubro la contingencia de todas las cosas a mi representación mental de las mismas; en la medida que también él niega la existencia del infinito por no encontrar representación mental en su mente para ello; por el mismo motivo que no existe la nada más allá de la de Carmen Laforet, hoy entiendo de manera “absoluta” el motivo de mi existencia, y supeditarla a una representación tal vez me haga inmortal, tal vez etérea, pero al menos ya sé la finalidad, que no es sino la de permitir la suya, y por supuesto quererlo.
“Tú justificas mi existencia: si no te conozco, no he vivido; si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.” L.C

Oph**

lunes, 5 de septiembre de 2011

Penélope.


Se arremolina la salitre en sus cabellos y a través de sus traslúcidos párpados siente ya precipitarse el sol, presagio de lo que vendrá, de la marea y la llegada de su amada luna, azul como su corazón triste y frío, que tantas noches ha esperado con ella la llegada, obstinada, dándole el único cobijo que ha tenido desde su partida reflejándola sobre el mar por si acaso era en la oscuridad la llegada, encontrara este su faro.

Brilla el cuerpo de Penélope, recortándose sobre el horizonte, atardece en el mar y no parece verse sino su suave cuerpo descansando sobre la arena áspera y mojada; los rayos postreros del atardecer, que ya todo lo ciegan, rosas y naranjas, resaltan su bella figura dorada que está rota de la brisa y dura de la sal de las olas, abúlica y perdida en un lugar incierto entre la costa y el océano, entre seguir adelante y abandonar.

Bailaba sobre el agua, arrastrada por la corriente, fría y entumecida, a pesar del sol pálida y sedienta de beber agua de mar, tal vez incluso muerta sin saber cómo ni de qué, ahogada, pero sin sal en los pulmones, por sus propias lágrimas maldita y a la muerte conducida, como quien por querer algo demasiado no hace más que perderlo, había perdido por su amor a la vida, la misma.

Pero es que vida no podía haber sin la de él, y si al mismo se lo había tragado el mar, a sus fauces acudiría ella presta, temerosa de que la debilidad fatal no le permitirá completar su camino y fueran las lágrimas quienes la ahogaran, yendo cada uno a yacer a frías aguas inhóspitas e indisolubles la una en la otra, quedando entonces tan separados en la muerte, como en la vida.

Queda hoy solo una estatua de sal blanca de la que fue la joven Penélope, que el mar no puede disolver ni llevarla con su amado esposo; y no es sino, el murmullo del mar hoy, los sollozos de Penélope; y no es sino, cada ola que rompe y la maltrata la furia de la ausencia, de aquel que al volver no encontró nada, y no se sintió abandonado, pero sí solo y como el desdichado que siempre fue en la mar se dio muerte.

Y no es esta historia épica, si quiera es un cantar, no es esta historia por nadie hoy recordada o admirada, es una historia que sin pena ni gloria muere, la historia de tantos que marchar tienen, y que a la vuelta encuentran muerto lo que dejaron aunque ahí permanezca su esposa, es esta la historia de todos los que al partir ven morir un trozo de su ser, es esta la historia de todo aquel que a alguna guerra ha partido, y al volver encontró un corazón tan frío y roto como lo está el suyo propio por el horror, que aunque lo espera nada puede ya salvarlo. Es esta la historia de todos aquellos que no volvieron y la de los que aun siguen esperando temerosos de morir en sus lágrimas en vez de en el mar.


Oph**