lunes, 15 de febrero de 2016

Plaza Castilla.

Ancha es Castilla:
ancha como sus campos,
como sus cielos de espiga,
como sus nubes de maíz.
Ancha como sus cosechas,
regadas de viento
y sus vientos empapados en sol.

Ancha es Castilla:
ancha como sus redondas plazas,
como sus semáforos gris,
como su asfalto apurado.
Ancha como sus multitudes,
regadas de ceño
y sus ceños empapados de cruz.

Castilla y sus molinos:
llenos de locos que no muelen ni el café de las duchas,
llenos de locos que no limpian, que no suelen ni dormir,
llenos de gigantes y elefantes en las habitaciones
que no se esconden ni en las margaritas,
ni se guardan en los cajones.
De locos que se miran y no se dicen,
que se quieren y no se tocan,
que abrazan y no se callan.

Su plaza y su paraíso,
de Adanes ateos y de Evas nomotéticas,
de frutos redondos:
de naranjas y de higos,
de nueces y de ciruelas.

Un paraíso de frutos de invierno prohibidos en un cesto,
un paraíso que tal vez supo a infierno,
un infierno que yo quise lamer,
un fuego en el que yo quise arder.

Arder entre vuestras palabras castellanas,
en vuestras veladas,
o en vuestro té.
Como me ardéis vosotros en la punta de los dedos,
cuando se me consume la mecha,
cuando ni con palabras os llego.

Palabras que no eran vuestras,
que no eran mías.
Palabras, que soplo y soplo
en las que sin remedio os coláis,
como se me cuelan los suspiros,
como se os dibujan los cuerpos
mal coloreados contra una pantalla
sin doler tal vez,
sin caer si quiera.

Palabras que os quieren
y os extrañan.
Que me vuelven en forma de paraísos a los que estoy invitada,
y me vuelven cuando no.
Como esta Castilla que nunca visité,
que solo pisaba de lejos,
con cuidado de no manchar,
con cuidado de no romper,
acariciándoos con el cristal-i-no,
guardándoos en una caja de teclas que ni suenan,
en una caja que pensaba:
 vacía de amor
llena de palabras redondas,


Castellanas.

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