viernes, 1 de octubre de 2010

Epílogo.



Volvamos por última vez a ese atemporal y ubicuo remanso de paz, repican las campanas y llueven lágrimas cálidas que envuelven el ambiente gélido, un coche aparece a lo lejos rompiendo la armonía cromática, matando el romanticismo con el olor de sus ruedas, de su motor, con el humo de su tristeza que entra galopando en la escena y que trastoca la imagen imaginada convirtiéndola en real y dura como no lo había sido ninguna de las demás, para él, o para nadie, para mí, o tal vez incluso para todos ustedes si en realidad llegaron a entender la estética de esta nuestra historia.

Y el sonido de las campanas es lo único que recuerda nostálgicamente al que ya se ha ido porque nadie parece querer aparecer en el entierro de quien tal vez nunca exisitió, o de quien aun no ha muerto si alguno de ustedes o yo misma aun le recuerda, y es que nadie muestra interés porque de ir aun sigue vivo y de no hacerlo es que a nadie ya le importa y he aquí la paradoja de los funerales y toda la farándula que les persigue y manipula grotescamente su significado corrompiéndolo y convirtiendo la no muerte de alguien en una fiesta nacional en la que en vez de reir, parecemos obligados a llorar, por algo que ni siquiera podemos comprender. Tal vez igual que siempre que lloramos, es porque no llegamos a comprender, y tal vez la incertidumbre de no saber nos ahoga y asusta tanto que lloramos y nos lamentamos sin creer que tal vez lo que a nosotros escapa pueda ser mejor que lo que aquí tenemos y que entendemos tan poco sino menos que lo que de allí esperamos.
Así que tal vez alguien rece una plegaria por esta pobre alma que tal vez ni siquiera exista, al igual que podría no existir ninguna de las otras ni aunque fuéramos completamente reales tal y tanto como ustedes se imaginan, y ojalá sea así y ojalá alguien rece una plegaria por Román y así no muera, y ojalá haya un alma por la que hacerlo y no quede una plegaria sorda.

A lo lejos alguien canta entre susurros una vieja canción, a lo lejos alguien no se conforma con haberle perdido, esa canción infantil que tantas veces él le canto…
“Un elefante se balanceaba…”
Y de entre sus manos que nunca más podrán portar claveles, como ya todos ustedes saben, escapa una rosa pálida y amarilla, de color más vergüenza que miedo, y vuela suavemente describiendo una parábola dantesca hacia la tierra mojada que sobre ella cae incólume dañando su delicado aroma, el propio y ajeno, trastocando su pureza, su dulce belleza.
Y otros pájaros, mal informados, mueren de inanición, como ya hicieron antaño, ella sonríe ante la oscura paradoja sin saber muy bien por qué, ni si se alegra o es por el contrario tristeza lo que esta situación merece ahora que cree saberlo todo, todo lo que al menos él creía saber, por no saber al fin y al cabo hasta qué punto era, todo lo que ella sabe, verdad o los delirios de un loco, por no saber qué fue lo que pasó en realidad, y por no saber qué considerarle, por no saber qué es lo que quiere que en realidad haya o hubiera pasado.

Y como todo lo que algún día pretendemos acabar por desgracia acaba acabándose esto acaba igual que empezó, igual de confusa, y como se costumbre dejándose caer en el piso al sentir que ya no puede sostenerse por más tiempo.
Y sonríe, sin cuestionarse ya si es correcto, sin cuestionarse si quiera si merece la pena cuestionarlo.
Y él, lejano y ausente parece querer devolverle la sonrisa, tal vez lo hiciera, pero ya había demasiada tierra de por medio, como para que ella pudiera verlo.

...

Pero sobre todo no olviden que esto no es sino un acto más de altruismo egoísta, en el que yo me quedé mucho más de ustedes, de lo que de mi les di.

Oph**

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