lunes, 11 de octubre de 2010

Ocaso de verano.


Tras lo que para algunos fue un caluroso verano, aquel que yo no me atrevo más que a tildar de cálida y ensoñada inflexión. Esa de aquella calidez de la bajo manta en el invierno, esa en la que la suerte ya quedó echada hace tiempo, ineluctable aparece el invierno, aparece su lluvia y su frío, su abulia y apatía insomne de nubes grises, de esas que no me dejaban dormir en las noches cálidas de tus ojos cuando parecían haberse acabado, cuando parecía no poder ir nada más allá de lo que estaba yendo en cada pequeño instante de la mirada, húmeda, como lo es el calor de la bajo manta, húmedo de respiración entrecortada y de sueños que aun no se han roto, y se condensan sin pedir permiso a nuestro consciente más despierto, al que por ello decepcionan y enfadan, como a niño miedoso de aquello que no entiende, entra en cólera y crea ese pequeño subterfugio invernal del que a ti culpa. Ese en el que podemos respirar su odioso frío para escapar de esa calidez que suavemente nos ahoga en un abrazo tierno, que no podemos sino entender como amenaza para la integridad de lo que creemos es lo nuestro, de lo que de nosotros odiábamos y que no nos parece razonable cambiar por las mismas razones que en su día no existieron y resultaron no ser más que un dulce engaño, de ese que ama el corazón, sin embargo ahora que tal vez y tras mucho pudimos aceptar, esa nuestra monstruosidad nos asusta en sumo grado que este cambio destartalado y excitante nos haga olvidar las conclusiones a las que llegamos cuidadosamente a favor y en beneficio de una a la que ni siquiera podemos llegar por no saber más que lo que la niega. Y qué existe más apoteósico que ver ese mismo miedo de tus labios bajo en un reducto de la bajo manta, y así compartirlo y sabiendas hacernos daño asfixiados del calor, de ese de tus ojos esos que ostentan la forma de semilla, temerosos del frío que se cuela entre los poros, los de tu piel, esa que se encarga en tratar de mantener las cosas tan simples como es posible, mientras la mía juguetona todo lo pone patas arribas, desescamando, para arrepentirse de los besos, en ellos.
Y siempre mantener las cosas tan simples como sea posible, hoy ya no sé si es una virtud, u otro de los múltiples errores que trato de no cometer una y otra vez.

Oph**

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