jueves, 20 de noviembre de 2014

La vieja y la mar.



Nunca había sentido el ahogo con tanta intensidad, la palpitación desbocada en las sienes, el ardor en la tráquea, la imposibilidad de respirar, los pulmones rebosantes de un aire ligero y anóxico y el corazón repleto de un dolor pesado y anímico. 

Nunca pensé que la tempestad pudiera arrancarte de la deriva hacia el cauce. Para llevarte a una playa frágil y húmeda, con olor a luna y a lágrimas. 

Nunca pensé que a la vuelta de las arenas movedizas, en el temor epistémico, pudiera encontrarme con un consuelo cualquiera, esculpido en la idea de estética teórica, como toda episteme, muy contra-natura, clamando al alma la inexistencia de la misma. 

Y es que hay consuelos tan frágiles que de existir se romperían, que el mero hecho de conocerlos los destruye. Y tal vez ese sea el único consuelo, la existencia de una natura y la imposibilidad de conocerla, por encarnada y redescrita entonces. 

La existencia de un yo incognoscible, y por tanto inviolable, una última frontera sagrada, animal, con olor a sangre y a sexo.

Un último yo que no pueda decepcionarnos. 
Un último tú que pueda ahogarme hasta el final, sin pararse después a mirar la mugre bajo las uñas.

Oph. 

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