lunes, 11 de abril de 2011

Las Ophelias vivas.



Espera sabiendo que nada llegará, contoneando su cuerpo sobre sus pies desnudos, hasta que acabe la canción, y comience la miseria, sus manos suaves y acariciadoras, la acompañan en su suave contoneo y dirigen su cintura, basculante entre los extremos proyectados de sus pechos a izquierda y derecha. El olor de su pelo desdibuja invisibles líneas en la atmósfera que la rodea por cada nuevo giro de cabeza, más inesperado si cabe que el anterior, y la lluvia la empapa devolviéndola a la vida, recorriendo su desvestido cuerpo hasta morir contra el suelo de un duro golpe y una leve salpicadura eco del recuerdo.

No es esta si no la Encarna más que para el experimento creada, la Sonia Semionovna a la que nunca nadie podrá olvidar por la pureza de sus actos, y no es esta si no otra de esas efigies de las grandes literaturas que saben que nunca existieron y que sin embargo, a vivir y a dar sentido a nuestras vidas nos impelen, como solo puede hacerlo la palabra entre la retórica y la dialéctica perdida, que no es sino el pensamiento, y por ello y por todo, el nuestro, pero no son más que uno de esos nombres sin persona, creado para un mundo en el que existen más de estas, que personas sin nombre.

Y por extrañas razones, que a mi entendimiento escapan, parecen resultar estas figuras menos reales que todas las que a su creación subyacen, como si tomara Dios más realismo sobre nosotros que nuestras propias gentes, aunque de su existencia a veces dudemos. Asumo que ellas también lo hacen de la nuestra, y esta paradoja surrealista no me lleva más que a cuestionarme mi, a veces, inexorable existencia; al que igual que ellas no parecen existir más que cuando sobre las mismas caen las lágrimas yo tal vez no exista, si no como el reflejo de un rostro sobre el agua, de unas lágrimas que nunca fueron derramadas, al no ser mis actos tan puros ni tan pálida mi belleza como es la suya descrita, y la mía en sus retinas impresa, que no miran más que sobre mis ojos en las páginas desenfocados.

Y es por ello, que cuando los inviernos oscuros se encumbran tras los grises otoños cree la primavera haber perdido cualquier esperanza de ganar esta vez la partida; y es entonces, cuando la oscura luz ilumina las páginas sepias de estos nuestros libros y nos impele la obscuridad a aclarar nuestras vidas con las miserias de los otros, haciéndonos creer, al menos en el instante que derramamos el café espasmódico sobre las páginas y nos embriaga su sobrio olor, que nada podría ir mejor, recordándonos que el circadiano invierno ha vuelto, sin olvidarse de nosotros, demostrándonos en cierto modo que la vida no se olvida de nosotros al igual que no lo hace de ellas y que no por ello hayamos de ser más reales ni menos vulnerables a las exigencias de un Dios que no creemos que exista.

Y es en este punto, cuando la otoñal lluvia que ya atrás quedó en nuestro recuerdo, ha calado en nuestras almas y se ve allí aturullada por el frío invierno, en un desarropado esfuerzo por calentar nuestros cuerpos con algo de pasión sale por nuestros poros expirada, lágrimas vivas que hacen renacer las diosas olvidadas. Y estas conocedoras de de la brevedad de su existencia aunque más inmortales que nosotros mismos deciden salir al encuentro y bajo nuestras penas bailar desnudas, al compás de nuestros tiempos riéndose de la futilidad de nuestros sueños y la volatilidad de nuestra existencia, inmortales invenciones sin nombre ni prisas.


Oph**

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