domingo, 19 de septiembre de 2010

XV. Catarsis.



Quema, quema en la garganta el aire al entrar de nuevo a borbotones tras mucho tiempo estático en ella, y fuera de ésta todo es barullo, ruido para las imágenes, entre el que no se distinguen sonidos ni fotogramas definidos, prisas ni agitación ni nervios, sentimientos entre los que solo se ve el miedo, y la aprehensión, y de sabores, entre los sentidos atrofiados que solo distinguen el amargo del sueño, ese sabor que sea cual sea la situación siempre podemos encontrar sin esfuerzo, que siempre aparece al despertar, y que parece encontrarnos a nosotros, sin intencionalidad ni esfuerzo, mientras que debemos esforzarnos por darle cabida a otros, como si lo peor siempre fuera lo más fácil, tal vez porque esta es la causa de su maldad, el nada exigirnos, el aparecer cristalino a la claridad del día, tras la soledad de la noche, al aparecer cuando algo parece que distinguimos y cuando finalmente dilucidamos cierta verdad.
Y así despierta en una realidad que le es ajena, en la que la claridad de los colores le deslumbra y la lentitud de los movimientos que se entrecortan y superponen le marean, una claridad en la que ya no puede él escoger nada, en la que se ve de nuevo abocado a permanecer hierático, sin ser capaz de comprenderla, de abstraerla, una realidad que ni tan siquiera puede percibir, que le produce nauseas, y le ahoga con cada sutil cambio, al no poder asimilarlo, cada sutil cambio del que nadie le pide opinión y se sucede conforme a una lógica ilógica y externa, cada sutil cambio para el cual a nadie parece importarle su criterio.

Y todo a su alrededor son tubos trasparentes que le envuelven y rodean y aprisionan y son luces blancas y movimientos lindos como de estrellas límpidas, del cine, encerradas en un ballet donde pueden mostrar su talento solo bajo la presión del directo, del tiempo, y de ahí su nerviosismo, y su poco control de la situación y sus elegantes movimientos torpes. Y está también el sonido del teléfono esos que tantos ya nunca esperaban volver a escuchar, al menos para él, y la inseguridad de haber contado la historia, de que tal vez alguien haya tenido la suficiente bondad para querer escucharla, la suficiente intencionalidad como para haber querido leerla, el miedo de que realmente la haya entendido y el pavor a que esto no haya sido así y siga siendo el mismo incomprendido, la sorpresa que rebasa los límites de lo aceptable y acaba en llanto hasta la buena nueva de la vida, de la no muerte, si es que aun dudamos en llamar vida por su carácter sagrado a este tipo de existencia.
Y el fin del distanciamiento poético, la muerte del narrador, al morir su conciencia, al ser él mismo el que muere al despertar y por no ser lo que había sido, lo que había creído ser aun en su concepción más pesimista, y no ser nada en despierto y serlo todo en dormido, un dormido que no es sueño sino ser solo un inconsciente, pero que a este bastante se parece, un delirio tal vez fuera la palabra, una crisis, (otra más recuerda a su lado una voz tierna), gritan a lo lejos las voces chillonas, que nada entienden y todo quieren saber de este, y la luz busca la pupila huidiza y el labio seco pugna por salir del tubo, y un chasquido a lo lejos de algo que se rompe llena el suelo de cristales sin remedio que brillan y se retuercen por el estruendo asustados.

Quema, quema en la garganta el llanto ajeno que quisiéramos poder compartir, pero es que hemos sufrido tantas veces que la desgracia es palpable que nos hemos acostumbrado tanto a ella que ya nada importa y ya nada preocupa, que mejora, tanto mejor, o tanto peor si lo pensamos con detenimiento, que acabó el delirio y ahora debe vivir en este mundo del cruel devenir, debe de intentarlo al menos, por razones desconocidas, debe tratar de adaptarse a él lo más posible sin que a nadie la importe la posibilidad de ninguna otra cosa, sin que a nadie le parezca esto si quiera una alternativa, a causa de su poco entendimiento, de su poca gana de entenderlo, en realidad, tal vez por el simple miedo a planteárselo, para qué si al final es como todo acabará , porque un delirio nunca dura eternamente, ni aunque nosotros queramos que así sea, porque tal vez en cierto modo no sea más que un delirio de Dios, y es por ello que él vuelve una y otra vez, para dejar de atormentarse a sí mismo, para hacerlo de nuevas formas, para compartir ese tormento al menos, y descargar parte de su peso sobre los hombros de los que en su camino nos cruzamos.

Y quema la blancura de las sábanas bajo su piel amarilla y arrugada, amarillo ictérica, al igual que lo era su miedo en el delirio, al menos algo parece concretarse, algo que puede abstraer y que al menos pude producirle un sentimiento, de horror, algo que puede al menos hacerle una persona, una cierta identificación real, tan real que es más abstracta que cualquier otro de los estímulos que le sobrecogen. Y aprieta con fuerza el colchón mojado y de él emana el olor a rancio de su propio cuerpo, el olor de viejo y de triste, el olor a lágrimas y a locura, y el colchón se encoge bajo la presión de sus manos, haciéndole creer por un momento que puede llegar a tener cierto efecto sobre la realidad, que puede modificarla en cierto modo, que realmente se encuentra en esta, que no solo en sus delirios es un habitante del hábitat, que existe una realidad compartida en la que más son los que deciden y de la que él en cierto modo puede participar, como uno más, robándole esto toda su identidad su necesareidad, la contingencia de esta, toda su fuerza, su autenticidad y valor, al reducirle a uno más de un mundo infestado de seres iguales a su propio ser, sin ningún valor más allá de este, sin ninguna bondad, sin ser su vida sagrada en absoluto, y paradójicamente cuanto más lo es para él mismo al distanciarse de ellos y sus realidades, al ser más único y especial menos lo es para los otros, al entenderle menos, al serles más diferentes, y en cada pequeña de sus muertes, los otros ven recuperación, al alienarse en una realidad para la que no nació, que nunca entenderá y que no quiere entender, porque le reduce y convierte en contingente la suya propia, y sobre todo porque temen ser menos que él, a no poder asimilar esa incertidumbre como todos los que ellos llaman locos ya han hecho.

Y esto en realidad no conduce a nadie a la catarsis más que a sí mismo o a todos aquellos de entre ustedes que también sufran de locura, todos aquellos que quisieran sentirse especiales por ser diferentes al resto, por querer buscar un sentido a su vida, y por tratar de vivirla, sin que esta sea la que les viva a ustedes, tal vez si de entre los que intenten entender esta historia se encuentra alguno de los de esta clase también este sea conducido a la catarsis, tal vez esto no sea necesario y sea este loco uno aislado sin precedentes, y sea esta historia completamente innecesaria, y como el que crea un bonito dibujo para agradar a la vista yo haya creado esta bonita historia para agradar a la razón, a la mía propia al menos, haciéndola tan antiestética cómo es posible, para que nuestra razón pueda en ella deleitarse al encontrarse más bella, y por ello superior, igual que hacía el loco, igual que hacían todos los locos en ese infructuoso intento por encontrarle una divinidad a su vida, en ese infructuoso intento de todos los locos de morir antes de recobrar la cordura, para poder hacerlo en paz, para morir sin saber, sin temer nada, para morir de esa realidad que les es propia y les hace especiales y felices, sin ese amargo sabor de boca del despertar, si es que ese es el fin último de la vida, tal vez sea este el único camino para hallarlo, si es que no se trata de este, tal vez sea otro camino como cualquier otro, otro camino que nadie se debería de atrever a juzgar, o quizás sí, pero nunca más allá del suyo propio.

En este nuestro mundo, este del que Román huía en su delirae, en su salida del surco recto, la verdad se encuentra de parte de quien grita más fuerte, del populacho más enfurecido, y del menos reflexivo, de aquel que nada cree tener que cuestionarse, al tal vez creerse superior y especial al no sentir el miedo que le conduce a la catarsis y le lleva al razonamiento, al creerse superior por vencerlo y al haber perdido toda sensibilidad, para ser más fuerte, tal vez por no hacerla tenido nunca, o simplemente por nunca habérsela reconocido a sí mismo, y es por ello, la locura una característica atribuible a la mayor parte de la población, tanto si lo que quiere es dejar de ser populacho, como si lo que quiere es serlo más que nadie, porque ninguna de estas expectativas puede ser suficiente para los que esperamos más de la vida, para los que esperamos hacerla sagrada, y cualquier otra cosa no es aceptable para todos los demás.

Y quema, queman las agujas en su piel al hundirse y el nerviosismo externo, y como un favor último, quizás el único de su vida que su cuerpo nunca le hizo: le permitió dejar de respirar, y aunque no recuerde ni atisbe ni pueda imaginar lo que pasó los segundos posteriores, aquellos antes de la muerte fueron los de más paz.

Y quema su identidad al desprenderse de su cuerpo, en ese breve tiempo inconmensurable como lo es cada punto de inflexión y quema su alma al volatilizarse quemando al no tener si quiera el qué quemar, y quema y duele el perder ese referente unitario y vapuleado y utilitario, y así perderse sin saber quién es menos aun que lo sabía al pretenderse unitario y encontrado, perdido en la unidad, ahora se encuentra perdido en la inexistencia en el éter más figurado, en la ambigüedad. Y es que aun sin sentidos puede ver su cuerpo amarillo sobre la sábana blanca, y la voz estridente de la tragedia que resuena en sus oídos lejanos y que anuncia la hora de la muerte en voz queda y carente de emoción, siempre y cuando sigamos aceptando que una vez hubo vida y que no estamos más que en una nueva locura, tan loca y absurda como la anterior, tan grotesca y difuminada a sus sentidos como pudiera haberlo sido cualquier otra, con la única y nimia diferencia de que esta era para él solo, y que nunca estaría a juicio de ningún otro, ni siquiera al vuestro, que lo leéis porque nunca intentareis siquiera entenderlo al respetarlo como una realidad que os es ajena y sagrada, al temerla y saber que no es más que lo que vosotros no podeis alcanzar por el infundado temor a la muerte, por su profundo desconocimiento, por su carácter místico y sagrado, ese que otorgamos a todo lo que desconocemos sin parar a pensar ni tan si quiera que tal vez es simplemente nuestro entendimiento el que sea demasiado corto y no su carácter demasiado grande, o divino como para éste, reconociendo el valor de aquellos que lo hicieron y que sin embargo sabemos no por propia iniciativa ni con conocimiento de causa y superaron ese pequeño punto de inflexión y de tal vez, dolor, ese del que está teñido como todos los han estado siempre todos: de incertidumbre y de miedo.

Oph**

domingo, 12 de septiembre de 2010

XIV. Desideario.






Finalmente ha llegado el día en el que me dispongo a atentar contra mí mismo, sin importar las consecuencias, ni lo que pase después, si es que lo hay, estas consecuencias serán obviamente nulas, al menos para lo que al mundo exterior se refiere, y mi interior a nadie le importa. Hoy daré los argumentos en contra de mi persona, esos que son los válidos, y los únicos que aceptaré, porque son al fin y al cabo los verdaderos. Lo hago finalmente confiando en vuestra magnanimidad para aceptarme tal como soy y lo hago quizá para poder contármelo a mí mismo y poder mirarme a los ojos sabiendo que soy miserable y mezquino, y aún así tener la cabeza alta por el simple hecho de saberlo, de no tener que negarlo como todos ustedes ven la necesidad de hacer.
Por último permítanme no sé si a modo de licencia poética o a modo de suavizar mi propio ataque, que me refiera a mi mismo en tercera persona, también, obviamente, para no entorpecer la narración.

Él era uno de tantos hombres que había desperdiciado la mejor y mayor parte de su vida sin tener razón de peso alguna para hacerlo, más allá claro, de su propio egoísmo e incapacidad para superarse, y por supuesto de su propio orgullo para consigo mismo. Se dedicó toda la vida a decir millones de cosas que no venían a cuento y a tapar con su ruido las ideas que le pasaban por la cabeza, con especial interés dedicó su vida a pudrirse lentamente en su inmundicia y a recordarse lo que no pudo haber sido, y por lo tanto nunca fue, pero las cosas no suceden de manera tan sencilla por lo que contaré su historia, es decir mi historia, desde el principio, sin omisión, más que lo que de mi ya saben, que no es poco, pero no es suficiente para entender aun.

Como todas las historias autobiográficas, ésta debería empezar con un número referente a un concreto y definido atrás en el tiempo, pero esto me es difícil incluso a mí, ya que nunca llegué a conocer su edad con exactitud, simplemente digamos que fue encontrado hace unos cuarenta años, llorando en un maizal abandonado rodeado de podredumbre y miseria, como continuó toda su vida. Durante su infancia fue un niño normal, al menos entre los de su clase: se magulló las rodillas como el que más, bebió agua de los charcos, comió lo que encontró por la basura y se dedicó a soñar con ser uno de esos hombres que veía cada día con altos sombreros de copa y elegantes trajes, soñaba con zapatos con suela de madera quizá incluso si llegaba a ser un hombre rico con un bastón con la punta de metal, del más sonoro, soñaba con tener una mujer y las miraba con asombro infantil en su trajinar de aquí para allá, de allá para acá, siempre tan atareadas y golpeadas por esa bella extenuación que él encontraba adorable en cómo sus mejillas sonrosadas del esfuerzo se inflaban y desinflaban para coger aire o como subía y bajaba su pecho cuando acarreaban a sus pequeñuelos largos trechos.
Como niño, fue un niño feliz, o al menos tan feliz como la mayoría, no tenía nada ni nada necesitaba, nada le preocupaba, ni por nada necesitaba hacerlo, o eso creía él, equivocado, como cualquiera a su edad.
Lo que nuestro joven personaje necesitaba por encima de todo era esa infantilidad, esa inocencia que le permitía seguir soñando con cambiar su vida algún día y con poder ser cualquier otra persona, ya que era al fin y al cabo eso en lo que basaba todos sus sueños infantiles, en dejar de ser eso que tan irremediablemente odiaba hasta el hastío por el propio aburrimiento de odiarse.

Sin importar cuál sea el carácter de estos sueños infantiles que todos tenemos, todos se derrumban un día, sin previo aviso, ni estruendo alguno, un día de repente ya no están y es entonces cuándo empieza a uno a faltarle el aire para respirar en los momentos de angustia y te cuesta levantarte cada mañana sin tener ninguna razón para hacerlo, he oído de gente que puede superar esta pérdida, quizá sea algo que viene dado por los zapatos de madera o los bastones con puntas de metal, no lo sé, y nunca podré comprobarlo, pero eso ahora ya no importa, la cuestión es que él (o sea yo) no lo hizo.
Nunca sabré cómo ni por qué, pero su vida cambió de forma radical, aunque nunca dejó de hacer las mismas cosas, robar comida cuando se prestaba la ocasión y mirar, mirar a las gentes que deambulaban con un lugar al que ir, que se apresuraban por que tenían a dónde llegar. De niño como un juego él a veces lo hizo, ir corriendo a ninguna parte como si llegara tarde o alguien le esperara, como recordándole a la sociedad lo que pudo haber sido de haber ocurrido todo de alguna manera diferente, reclamando el beneficio de la duda que sobre él nunca nadie parecía tener que formularse categorizándolo de antemano, y corría, como recalcando día tras día su sombra sobre el asfalto para que allí quedase grabada y con el paso de los años al menos éste le recordase, y le recordara lo que nunca pudo haber sido, y por lo tanto nunca fue. Tal vez el único problema fue que esa situación dejó de ser temporal y olvidó las miras al cambio, o quizás fue simplemente su debilidad de espíritu la que le llevó a abandonarse de tal modo al vicio de la miseria, porque, sí, han oído bien, “la miseria no es más que un vicio”, quizás vivimos la pobreza como una obligación o simplemente la padecemos, pero no ocurre lo mismo con la miseria como ya es bien sabido por todos desde que lo dijeran los sabios.

Así, al perder su inocencia de niño, perdió también la capacidad de asombrarse por todo, cierto es que está bien visto no hacerlo, como un acto de orgullo, como si ya todo lo conocieras o a todo fueras tan superior que no tuvieras la necesidad de de ello servirte y aprovecharte en el caso de que esto fuera necesario, esa situación en la que todo lo tienes y nada necesitas. Pero ahora con el paso de los años incluso yo me doy cuenta de que no fue la opción correcta, es más necio el que no se asombra de nada y nada observa, que el que lo hace reconociendo sus faltas y aprendiendo cosas nuevas a cada momento, así pasó su vida sin levantar más la vista hacia las muchachas bonitas ni los dulces calientes en los escaparates de las tiendas, y tanto fue así y a tanto llegó su desdicha que se le olvidó que estos existían o que habían existido alguna vez, al olvidar cómo asombrarse, también perdió el respeto hacia todo lo que a él le era externo , ya que asombrarse por las cosas es hasta cierto punto respetar lo que nos es externo y reconocerlo, como sería en el amor reconocer las otredades, y no pretender cambiarlas.
Cayó en ese peligroso egoísmo de los desdichados que no son capaces de ver más allá de su propia inmundicia y en ella se ahogan como en agua fría que inundara sus pulmones, y ellos, como si estuvieran muertos ni siquiera chapotean para tratar escapar de ella, simplemente dejan que les inunde más y más, quizá simplemente sea porque no es cierto que estén realmente vivos, por haber perdido su integridad hasta tal punto que no pueda considerárseles vivos ni capaces, por vivir simplemente en la corriente, sin que el sentimiento de autoprotección les permita morir, qué digo sentimiento, sino es más que una pulsión, como la que tienen los fetos de cerrar los puños fuertemente para poder agarrarse al pelo de la madre al nacer, qué desilusión debe haber en esas caritas cuando nacen y descubren que no somos monos y no hay pelo al que agarrarse, y no necesitan ni intentarlo tras tanto inservible esfuerzo.
Puede ser que ese sea el mayor problema de nuestra raza, que las comodidades nos superan y nos permiten olvidar el instinto de supervivencia para que nos dediquemos a cuestiones más líricas, y cuando no se da esta situación no podemos pues considerarnos humanos aunque es cuando más se da, cuando menos humanos nos sentimos.

De este modo nuestro personaje había perdido todo el interés por las cosas buenas de la vida, ni siquiera lo tenía ya por las cosas malas, vivía como arrastrado por la corriente, vapuleado por ella más bien, sin embargo, siempre hacia adelante, sin poder ni querer siquiera volver la vista atrás, por miedo a encontrar que se estaba fallando a sí mismo y que era posible ser feliz, porque ya lo había sido antes, por miedo a darse cuenta de que el único culpable de sus sufrimientos era él mismo y de que no era nada más que su oscuro pesimismo, al que alimentaba con su miseria, el culpable de todo.
Sin embargo, por muy solo que estuviera y muy desgraciado que se sintiera, las cosas no eran estrictamente así, y de ningún podrían ustedes haber pretendido que así fueran, ya que esto no es al fin y al cabo más que un recuerdo, uno de esos que creemos recordar con exactitud debido a que lo interpretamos y completamos como buenamente Dios y nuestro estado de ánimo nos dan a entender en cada momento, tratando de caer en ese engaño del que cree recordar con objetividad, ese engaño que nos permite decidir cómo vivimos nuestra vida pasada sin que esta tenga que haber sido necesariamente así con sus propios problemas de contingencia.

Como tantos hombres consideraba la frialdad en el trato una virtud del caballero, del bien educado, del que era de alto espíritu y nada a nadie le debía, siempre trató peor de lo que merecían a todo el mundo, porque eso le permitía estar en un estadio moral superior a sus ojos aún siendo lo que era. Le permitía sentir que a nadie nada debía y que era superior a ellos por el simple hecho de saberlo, él no necesitaba curar su conciencia regalando gestos amables o miradas tiernas, y es más estos los consideraba un rasgo de debilidad e incluso habría sentido ofendida a su propia persona de haberlos realizado. Es posible que éste, el orgullo, fuera el único rasgo humano que conservó durante mucho tiempo y la verdad no sé bien porqué, quizá porque era lo único que podía proteger pasara lo que pasase, lo único que no iban a robarle y lo único que le recordaba que pudo haber sido, alguien que nunca fue.

Nunca supe el momento de su nacimiento, como ya reconocí al principio del relato, pero de manera irreversible durante este tiempo perdí aún más la situación de lugar, dejó de contar las horas, los días, los meses y los años, porque ya no le importaba el tiempo de vida que le restara, porque dejó de atesorarla como algo precioso, y dejó de vivirla, cayendo en una de las más peligrosas trampas humanas, comenzó a sufrir su propia vida, a ser no un protagonista, sino una víctima de esta , sin ninguna esperanza de escapar de ella, porque esta vía de escape le era tan desconocida que no suponía un mejoría de manera rigurosa.
Durante su infancia, le hablaron de un Dios que en él contenía todos los bienes y bondades, pero desde el primer momento esta idea le pareció disparatada, ya que no podían caber en un solo ser todas estas cosas, también le contaron que ellos habían sido creados a su imagen y semejanza. Y llegado a ese estadio de su vida, su propio aspecto era tan vergonzoso, que supo que no podía haber un Dios de esas características, y que de haberlo, no sería el Dios bondadoso que le habían contado, un Dios de ese tipo no le dejaría pudrirse entre las ratas durante los mejores años de su vida y durante los que también fueron los peores, y así la opción más atrayente era el falaz Dios engañador que le hacía creer diferente de lo que en realidad vivía, locura, lo llaman algunos.

Tras tantos año,s una de las cosas que más me sorprenden es que es hoy el primer día que lloro después de tantas desdichas, es hoy mientras escribo estas líneas y ante estos folios cuando me doy cuenta de todo lo que hice, y cuando finalmente puedo llorar, puedo abandonarme a mi dolor, hoy que tengo más motivos para ser feliz que ningún otro día de mi vida es cuando encuentro ese consuelo entre mis propias lágrimas cálidas, la primera vez que me entrego a mis temblores, quizá sea porque ahora soy lo suficientemente afortunado como para soportarlo, como para poder seguir adelante tras ellos, como para poder no hacerlo, ahora que soy consciente de lo que me aconteció, de la mayor parte de ello al menos, ahora que sé el modo en que he desperdiciado mi vida, es ahora cuando puedo llorar, y cuando sobretodo puedo acoger el final con calma, con cariño, es la primera noche que recuerdo dormir frente a una ventana y no ser yo el que se moje, es la primera noche que recuerdo poder ver la luna mojada por la lluvia y aun así desluce a las estrellas, gordas de tanta noche, es la primera noche que oigo restallar la lluvia contra el suelo sin salpicarme y que estoy caliente y es sin embargo la primera noche que me siento morir, porque superé la adversidad no tengo que seguir luchando, ya lo hice demasiado tiempo y hoy por fin podré descansar, en esta cama blanda y cálida y cerrar mis ojos sin necesidad de tener que abrirlos de nuevo, y poder dormir en ese sueño infinito del que no cabe despertar, porque pude superarlo, porque pude sobreponerme, porque una mañana de Julio fui recogido de una calle de Madrid medio muerto, a la que me había abandonado, y porque hubo un alma caritativa que se ocupó de mi, para que dejara de sufrir y para que pudiera morir, nunca habría ocurrido así si allí me hubiera quedado por la simple obstinación de no ser vencido.

Este es el único argumento que aceparé contra mí, no como una injuria ni como un alago, simplemente como la cruda verdad, tampoco tras haber muerto, no les pido que me entiendan ni si quiera que me compadezcan, quizás solo escribo esto a modo de testamento al no tener nada que dejar, para que sea un agradecimiento a ese alma caritativa que me ayudó, para que sea una explicación sincera, para Sofía, si es que sigue existiendo en algún lugar del mundo o de mi cabeza. De ningún modo se trata de una nota de suicidio es simplemente una declaración de intenciones, las últimas, una mirada atrás de esas que hacía tanto que no me atrevía a echar por miedo al dolor, es tan solo un adiós ahora que tengo a quien dárselo, un adiós y por encima de todo un gracias de todo corazón, un gracias teñido de lo sientos, por no haber podido aprovechar tu cariño de otra manera y por dejarte aquí ahora con el pesar que sé que te quedas, por favor, no te quedes con ese dolor y no pienses en mi, más que como en un alma sencilla a la que ayudaste más de lo que debías, piensa por consiguiente en ti misma, como un alma pura que hizo más de lo que era posible y sonríe al leer estas torpes líneas, y que por de ellas leer las mentiras, que no son más que mis verdades puede juzgarme de manera diferente, y sonríe a lo largo de tu larga vida, recordando todo lo que yo hice, para no caer en mis mismos errores, sonríe porque me acogiste cuando todos me olvidaron, y porque lo hiciste sin conocerme, sin juzgarme. No estoy en condiciones de dar lecciones morales a nadie, ni mucho menos a ti, pero si lo estoy, en condiciones de pedirte que me hagas un último favor quizá aún mayor que el que ya me has hecho, si existiera ese cielo del que me hablaron regálame el placer de poderte verte feliz desde allí cada día y cada noche, y de poder velarte durante mucho tiempo, de poder velar esos dulces ojos grises, que son lo único que recuerdo con cariño de mucho tiempo a esta parte.

Para querer morirse hay que ser muy dichoso, o muy desgraciado, lástima haya tenido que ser la segunda de estas.

Mi más sentido agradecimiento.

Mi pésame más dichoso.

Román.



Oph**

domingo, 5 de septiembre de 2010

XII. Café.




Era tarde y al llegar a la estación Joan estaba allí, agachó la cabeza nada más verla ocultándole sus lágrimas al saber ahora que nada podría curar su sufrimiento, porque ella no quería que acabara, porque por alguna razón lo necesitaba allí con ella, le necesitaba así, triste y penoso, porque le hacía recordar algo, algo que ciertamente no quería olvidar por mucho que se engañara diciéndose que sí, y su tristeza seguía latiendo púrpura entre el humo del tren, su bella tristeza aumentaba en su electa soledad que grácil jugaba entre su fingida sonrisa, entre sus ágiles movimientos y su arte para ignorar su presencia.


Moriría sola porque no se creía digna de estar con nadie, porque no creía que existiera ese algo especial que daba sentido a la vida de muchos y del que se jactaban mintiéndola para asegurar su infelicidad, y porque no estaba dispuesta a engañarse con la existencia de algo en lo que no creía, por ello moriría sola, porque no tenía el valor de exponerse lo suficiente, de ser lo suficientemente vulnerable, porque no se creía con derecho a estropear la triste existencia de ese romántico, de ese vividor con su melancolía y sus versos, esos que ella no haría más que mancillar, y otro encuentro no significa más que otra noche sin dormir pensando en si hace lo correcto, tal vez simplemente sea una manera de castigarse por su pecado, de castigarse eternamente, negándose la felicidad.


La había dejado sola, a su suerte y sin saber lo que podría pasarle, ahora incluso le daba vergüenza llamarla. Vergüenza y miedo.



-¿Sí?- contestó una voz ronca.


-¿Papá?, soy Sofía… ¿puedes pasarme con Mamá?


Escuchó como el teléfono caía contra el suelo, y como Román lloraba a su lado, sin saber cómo ni por qué supo exactamente lo que había pasado, y las piernas le fallaron y también ella cayó y así a ras de suelo se sintió morir ahogada en sus frías lágrimas, y sintió que era responsable y en cierto modo lo era, al igual que lo eran todos al volverle la espalda. Se ahogaba, necesitó vomitar para seguir respirando, así la encontró Eloísa al llegar a la cocina, y sin saber nada la abrazó todo lo fuerte que pudo, como si de la fuerza del contacto emanase el cariño y la cura, en esa fuerza, o tal vez de la fricción con su propio cuerpo quedase el dolor en ella impregnado, al compartirlo, al sufrir ella también como sufría empática.



-Eloísa…- llamó Enrique tímido, mucho después tal vez, cuando Sofía ya se había ido.- ¿Qué le pasaba a Sophie?


-Hay pequeñuelo…-dijo con la voz quebrada a la vez que le abrazaba triste- Sophie ha perdido a su madre, está muerta. (El eufemismo “fallecida” no se utiliza en este contexto por mucho que a ella le pese ya que se dirige a un niño pequeño que difícilmente entenderá ya de por sí la palabra muerta).


-Pero ya lo estaba, me lo dijo ella. –Dijo el niño muy seguro- Dijo incluso que tal vez le hubiera pasado algo peor, se puso triste contándomelo ¿sabes?...


Eloísa… ¿Tú también te crees eso de la muerte?


-Si cariño, por desgracia eso es verdad, no se encuentra sujeto a creencias.


-Tal vez muriera porque ella la dejó.


-No digas eso, no es verdad y Sophie se pondría triste si lo oyera.


-O tal vez la dejó porque ella quería morirse, aunque yo no me iría ni aunque mamá quisiera morirse, para que no lo hiciera, ¿sabes?


Eloísa asintió con la cabeza para evitar que se le quebrara la voz al hablar.


-Y… ¿Héctor?, ¿está también muerto?- Preguntó Enrique tímido.


-¿Quién es Héctor?- Susurró.


-Nuestro hermanito, ese que estaba dentro de mamá.


-Sí, está muerto.


-¿Sabes? Creo que es culpa mía.


-No es culpa tuya en absoluto, ¿Por qué dices eso?


-Sabes, creo que, si mientras le tuvimos, le hubiera contado lo bello que es esto, y le hubiera hablado de mamá, de lo buena que es con nosotros, de ti, y de lo bien que lo pasamos cuando me llevas a comprar dulces o cuando jugamos, de Sophie, de sus desayunos y de su cariño, no se hubiera ido, habría querido verlo por sí mismo, hubiera querido probarlo todo, nosotros le hubiéramos ayudado y…. ¿por qué tuvo que irse?


-Ay… esas cosas no se escogen, ni son culpa de nadie, simplemente suceden, nadie toma la decisión de morirse.


-¿Entonces yo podría morirme sin querer? Como cuando me hago pipí en la cama, que no puedo evitarlo.


-Sí, la gente se muere sin querer, pero eso no va a pasarte a ti, no ahora, es muy difícil que mueran los niños pequeños sin ninguna razón, pero los bebés como Héctor que aun no han sido traídos al mundo son muy débiles y mamá era ya muy mayor.


-¿Es culpa de mamá entonces? ¿Por ser tan mayor?


-¿Sabes pequeño? Cuando la gente como tú se empeña en echarle las culpas de algo como esto a alguien suele conformarse con echárselas a Dios es más cómodo, para todos- Dijo y se acabó dando cuenta, de que lo dijo más para ella misma que para él.


-Isa…-Dijo cariñosamente- no quiero morirme, tengo miedo.- Dos lágrimas regordetas de niño rodaron veloces por su cara compungida y sus preciosos mofletes rosados hasta morirse en sus labios mientras se abrazaba a Eloísa.


-Y tampoco quiero que muráis tú, ni mamá, ni Sophie…



***


Marie estaba una mañana más tumbada el regazo de Yago sin que eso hubiera significado más que tiernos abrazos fraternales, casi paternos, casi filiales, por su parte, si solo de ella se tratara la elección, por la de él, no eran más que un motivo para pasar las noches en vela, para la confusión y la melancolía.


Marie no mejoraba, parecía decidida a querer morirse, tal vez subconscientemente, tal vez porque en su fuero interno creía en alguna especie de reencuentro con Elías, tal vez por ello parecía estar muerta ya desde que le diagnosticaron la enfermedad, y por ello casi ni quejaba, ni lloraba ya por la pérdida, ni por el miedo, como quien ya está muerto y sin embargo solo espera en un cuerpo ajeno a lo que los demás se den cuenta.



Elías… desde que había muerto estaba mucho más presente en su vida que de un tiempo a esta parte había estado, tal vez por ese distanciamiento paradójico de aquello que no tememos perder porque confiamos en su presencia continuada y que al perderlo abre en nosotros una brecha, una herida, a la que nos agarramos como única manera de conservar parte de él, rasgándola y abriéndola al dolor, porque mientras duele aun sigue ahí, porque mientras duele de él aun nos queda algo.



-Esta mañana no trabajo, pequeña, hasta por la tarde, ¿sabes? tenemos tiempo para hacer lo que tú quieras. Dime ¿cómo te encuentras?


-Ahora mismo me encuentro bien, y estoy descansada, podríamos dar un paseo por el parque y desayunar en esa cafetería tan bonita de la esquina con Atocha, esa a la que una vez nos llevó Noemí, la de las teteras y tacitas de cuento.


-Claro, me parece una idea estupenda, ve a arreglarte.



Como costumbre había tomado Marie la de proceder a un engalalnamiento completo, de esos que le hacían sentir una persona otra vez, una al menos no tan maltratada por la vida, con color en las mejillas de nuevo, sin saber, sin embargo, por cuánto tiempo allí permanecerá haciéndole parecer viva aun.



Y así la mañana transcurre en el remolino de la cucharilla del café, con ese tierno olor a bollos calientes y esa cálida sonrisa innata de niña ciega de la mesa de enfrente, una de esas que a ella misma le cuesta reproducir, tal vez simplemente porque sabe lo que esa mueca significa y lo sabe de tan hondo que tenga miedo a mentirse a sí misma, a confundir el bienestar o la euforia con esos que algunos acaban en llamar felicidad, ese sencillo gesto instintivo, innato, que es sin embargo imposible pronunciar por gusto, con los ojos al menos, de verdad al fin y al cabo.


Y en la mañana el olor a flores del campo la mece y el bucólico parque la encandila, pero la sombra de la desgracia, temerosa de perder su peso la acecha a cada momento tiñendo cada sonrisa, tornándola en mueca, como un lastre en sus hombros que ya perdieron irreversiblemente si postura inicial, para estar ahora caídos y su bonita efigie haber perdido esa bella sutileza de bailarina, esa a la que ninguno podía evitar girarse. Los estragos habían aparecido más rápido de lo que ella mima habría podido imaginar.


Es así, coronados por las madreselvas, propias de las oscuras golondrinas, esas que de ellos se olvidaron y jamás volvieron, como surge una vez ese tema que se desliza entre conversación y conversación, de miradas vacías y sonrisas rotas.



-Yago, ¿qué crees que pasará cuando me vaya?


-Quieres decir, cuando…


-Sí, cuando muera. ¿Crees que estaré con él?, ¿Crees que hay algo más?


-Yo creo que esa respuesta se responde fácilmente, si formulas la pregunta adecuada, ¿crees que tienes alma?


-Ahora mismo, me gustaría creer que sí, pero en realidad nunca lo he hecho. Ahora me da miedo pensar que no soy más que impulsos nerviosos, carne y reacciones químicas que se acabarán algún día, que la nada que recuerdo de antes, será la misma nada que nunca podré si quiera intentar recordar en el después.


-¿En serio puedes llegar a creer que eres igual que un animal, que todo lo que puedes llegar a sentir, es solo biológico?


-No, claro que no somos como animales, pero simplemente nuestro cerebro es más complejo, tiene más conexiones, más… electricidad, será como tirar del enchufe, y lo peor, es que sabré que eso va a ocurrir, y vosotros sabréis que habrá ocurrido sin llegar a entenderlo, esa es la gran miseria del raciocinio.


-Es al fin y al cabo una concepción egoísta, en la que tu cabeza, tu alma, es solo tuya, el budismo enseña que todas las cosas son cambiables en un constante estado de flujo, toda mi familia ha sido budista, ahora la tradición se va perdiendo. Todo es pasajero y no existe algo perenne. El error de creer en un "Yo" permanente es la fuente de los conflictos humanos y de los deseos mundanos. Tu “alma” seguirá fluyendo cuando tú te vayas, como parte de la energía del mundo, mejorando su karma, con un alma tan bella como la que tú tienes.


Tal vez algunos no sean más que los animales, pero de lo que de ti conozco no creo que esto pueda ser así, qué gran desperdicio sería, ningún Dios permitiría eso, y sobre si de tu antes no hay nada, me parece sin duda un desperdicio del tiempo imperdonable para cualquier Dios, el de tener tu alma encerrada en una botella para su propio deleite.- Sonrió, aunque a el mismo le costaba creer todo lo que había dicho, y le había costado mantener la voz monocorde y didáctica al dirigirse a sus ojos tristes.


-Es una bonita idea, la verdad, me gustaría poder creerte, me gusta que lo creas. Por eso no trataré de convencerte de lo contrario, porque hoy yo también necesito creerlo, ya no solo por mí, necesito creerlo también por él.



***


La luz cae hiriente y desdibuja el contorno redondo y descascarillado, desde la puerta y aún en penumbra él es capaz de vislumbrar su rostro claro, y los ojos tristes, ya no se le elevan las pestañas como antaño, las máscaras se amontonan en un cajón cerrado y polvoriento, ya no colorea sus labios y ha perdido esas mejillas frescas y graciosas, de un tiempo a esta parte toda ella parece forjada de un gris macilento y desvaído.



La luz cae hiriente y desdibuja el contorno redondo y descascarillado de una taza de café, en el fondo solo quedan posos marrones y aromáticos en los que ella ahoga un suspiro, oye el chirrido de la puerta de la calle y sabe que él espera que salga a recibirle, pero ella ya no tiene la fuerza de antaño y se le parte el alma al ver sus canas enmarcando su bello rostro partido por el dolor, no puede soportar la sombra de sus ojeras ni que pase más noches en vela en el lecho de su cama, el ya no ríe ni llora, de un tiempo a esta parte la miseria se ha convertido en un hábito.



La luz cae hiriente y desdibuja el contorno redondo y descascarillado de una taza de café, en el fondo solo quedan posos marrones y aromáticos, la cucharilla brilla con luz desvaída, y lo que un día pareció plata hoy ostenta el brillo del latón, él cree verla más bella cada día, cada día le trae flores y vela sus noches de fiebre, le trenza los cabellos cuando ella no tiene fuerza para hacerlo y lima sus uñas redondeadas, pero sus cabellos ya no tienen la fuerza de antaño y no brillan dorados, sus uñas se rompen frágiles, sin embargo ha aprendido a amarla de una forma más pura y profunda, vive por ella y aún de un modo amargo ha aprendido a ser feliz, de un tiempo a esta parte no se lamenta por lo que ha perdido sino que la mima como a una muñeca frágil que se deshace entre sus dedos.



La luz cae hiriente y desdibuja el contorno redondo y descascarillado de una taza de café, en el fondo solo quedan posos marrones y aromáticos, la cucharilla brilla con luz desvaída y lo que un día pareció plata hoy ostenta el brillo del latón, ella acerca su mano pálida y temblorosa al platillo se dispone a recoger su taza, a sentirse útil una vez más gracias a pequeñas cosas, pero últimamente son tan pequeñas, le mira de soslayo e intenta forzar una sonrisa que acaba en una mueca de dolor, hoy es uno de esos días malos en los que ni siquiera es feliz recordando los tiempos de antaño, hoy siente que si todo acabara él podría ser feliz, y que ella no es más que una carga, hoy se siente más inútil que de costumbre y le cuesta pensar con claridad, de un tiempo a esta parte son demasiados los días en los que se pregunta y se lamenta hoy quisiera que todo acabase.



La luz cae hiriente y desdibuja el contorno redondo y descascarillado de una taza de café, en el fondo solo quedan posos marrones y aromáticos, la cucharilla brilla con luz desvaída y lo que un día pareció plata hoy ostenta el brillo del latón, ella acerca su mano pálida y temblorosa al platillo nacarado de flores ese que a él tanto le gusta, ese que en su día ella pintó, la ve tan delgada, tan frágil, el camisón de seda rosa se le pega al cuerpo y por debajo asoman sus rodillas huesudas, amoratadas, la mira anonadado como el que ve a su hijo dar sus primeros pasos con ilusión, pero con miedo de que caiga y se lastime, el objeto de deseo de antaño ahora es como una hija para él, todo ocurre muy rápido, con una rapidez a la que no está acostumbrado, de un tiempo a esta parte los cambios se han ido haciendo notables tras meses, ve escurrírsele el plato y ve como su cara se desfigura en un gesto de dolor, la ve caer al suelo, siente como por un momento son dos los corazones los que se paran, uno muere, el otro se rompe.



La luz cae hiriente y desdibuja el contorno roto de una taza de café, a unos centímetros está la cucharilla y el sonido que aun produce, el plato que ella pinto en su día, que a él tanto le gusta, está roto a su lado, el aroma de los amargos posos del café inunda la habitación.



Ahora ella estará con él, ambos, fluyendo, y yo, aquí, creo que hay cosas peores que la muerte.



Oph**

lunes, 30 de agosto de 2010

XI. Delirae.



Ese frío que dejó atrás en los 40, vuelve para mutilar su cuerpo desnudo de recuerdos y de anhelos que nunca más serán soñados, de allí volver a una de esas épocas de apasionamiento en una de esas en las que hubiera merecido la pena vivir, o hubiera sido al menos soportable, de haber podido escoger, de no haber estado abocado, condenado a este momento muerto y vacío. Y así 40 nebulosas, de los 10 años que nunca llegó a vivir más que en los recuerdos de aquello que nunca existió se arremolinan en su cabeza de estéticas muertas y estáticas giran violentas, de aquellas, las deseadas, de pasión, de sutileza y de detalles, asesinos del romanticismo, de la bohemia.


Deseando volver a ese olvidado lugar de la República Checa, esa apasionada estancia de gitanos y de soñadores de ilusos y de ingenuos poetas que creían, vencerían, recuperados por el señor Murger, deseando morir, como cualquiera de los malditos poetas malditos de Paul Verlaine, antes de que sea demasiado tarde, de que lo fuera para dejar de ser así considerado, deseando morir a tiempo, inquilinos de la leyenda, para ser al menos otra más de esas desconocidas más que por él mismo, más que por el mismo olvido y las mismas miserias, ser otro suspiro exhalado por los labios de una mujer, como lo fue en los de Carmen, como lo fue en los de Marie, ¿es que existe acaso algo más?, ¿algo más bello al menos?, y es que hay tanta belleza escondida en un suspiro de mujer, en un sentirse querido, escuchado, y por encima de todo en un sentirse valorado, como nunca se había sentido, y es que un suspiro de una mujer sucia no es más que un olor a podredumbre, que te persigue espantando a todas las demás, y te envuelve en su olor nauseabundo, pero sabía que Marie había curado esa maldición, devolviéndole toda la dignidad que tal vez algún día tuvo, pero de la que nunca pudo hacer gala al nadie reconocerla jamás.



El día que tanto se hizo esperar, paciente a la noche y los misterios de su luna entra ahora raudo por la ventana cuando por fin pudo conciliar el sueño sin ofrecer breve tregua a un cuerpo vejado por las pesadillas de una mujer muerta y una noche de sexo demasiado corta, una noche sin amor, demasiado incierta.


Y una vez más la sábana está arremolinada a su alrededor como si le diera asco el contacto con su pecho, y huele mal y se le pega al cuerpo, flácido bajo las sábanas, y ve su barriga, su asquerosa barriga llena de pelos cayendo sobre la sábana fría extendiéndose estrellada contra ella por su propio peso, y la pesadez de la resaca en la cabeza, y el gusto a vómito en la boca, parece que definitivamente han pasado esos momentos de ligera inconsciencia en los que es dueño de sus pensamientos, para dejar paso abrupto a la más fría realidad, a la rutina y al tedio, a la miseria a la sobriedad de la mañana, al calor de la soledad.


Ya no queda el olor de Marie en la cama, se fue para no regresar, tal vez nunca, se fue con esa mirada de reproche de Yago y su color a enfermedad tañendo desde su fuero interno, sin preocuparse por su soledad, por su cordura, con el egoísmo propio de los que sufren se fue, con viento fresco, con frías lágrimas escondidas en las cálidas sonrisas que esa noche derramó para mí.


La miseria es un vicio, si ya lo decía Marmeladov, como otros tantos, tal vez sea lo que otros llamaron “el sentimiento trágico de la vida”, ese que me acompaña cada mañana en mi charla subconsciente hacia el bar, en ese paseo vagante, sin rumbo fijo, que siempre desemboca sin pensarlo en ese oscuro antro, del que sabe cada paso, cada pequeña baldosa, que separa su vida personal del pequeño escenario manchado de hollín aquel ante el cual y su público de cada día se ve obligado a representarse a sí mismo, en el que cada día se entrega a los extraños estragos de la sociedad, a sus pequeñas miradas y juicios, pero teniendo control sobre ellas, sin exponer las suyas propias, siempre un paso atrás, distanciado de la realidad, en un pequeño lugar de su mente, refugiado.


Esa mente cargada de sombras, de penumbras que se esconden entre lo que algunos tildan en llamar realidad, eso que aparece de entre las dudas, ahí donde estas se esconden, su subterfugio olvidado para mí, el subterfugio en el que todos abrigan su cordura sobrevalorándola en alto grado, subestimando las enseñanzas de las sombras, su sutileza y su inconmensurable belleza etérea que se desvanece entre los subterfugios.


Hay quien lo llama delirios, quien piensa que no es más que un “ surco desviado del camino recto” y no son más que ellos los locos, al creerse en la posición de la verdad absoluta, al creerse en el beneficio de la verdad, del saber, cuando no es más que una vana creencia en ese saber, y no es más que mi simple duda sobre la realidad, sobre todo lo que me rodea, lo que me da esa cordura de la que otros se vanaglorian en falso, cuando ese pequeño cuestionamiento mío sobre mi propia cordura, no hace más que poner en evidencia aquello que a ellos les falta y que sin embargo firmemente creen tener.



Y se pasa la mañana entre vasos de tubo y bandejas, entre miradas de desaprobación que caen lascivas en su pelo ralo y sucio y entre sus canciones infantiles mal tarareadas…


“Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña, como veían que no se caía fueron a llamar a otro elefante…21 elefantes se balanceaban sobre la tela de una araña, como veían que no se caían fueron a llamar a otro elefante”


Y tras llegar a 21 elefantes llega irremediablemente al primero de nuevo, que volvía a balancearse solitario, como abocado a estar solo tras una determinada suerte a la de estar solos, solo, como él siempre acababa pasara lo que pasara. Y cada pequeña criatura parecía querer jactarse de su miseria como antaño hacía la vieja rata y tal vez por ello, y por cierta empatía que tal vez tuviera a la salida del café olía a cerveza y a miserias, no solo a las propias, sino también a las ajenas.


La luz de las farolas desdibujaba en el suelo su sombra, una sombra que se distorsiona con cada nuevo movimiento, y daba traspiés a causa de la gran cantidad de alcohol tomada en la última hora, y así, la luz de las farolas perdía brillo y distorsionaba todo lo a ellas circundante, y las piernas le pesaban y toda su cabeza estaba cubierta por una neblina, en la que sin embargo sus pensamientos discurrían con aun más rapidez, más impulsivamente, más vertiginosos, y así es como su estómago se hacía eco del exceso de bebida, ese sentimiento de vértigo, ese revoltijo informe que le hacía sentir determinada debilidad, determinado desbordamiento sentimental, ya puede ser tristeza o alegría de un momento a otro, sin previo aviso, abruptamente, haciéndole estar al borde de las lágrimas a cada momento, pasando de un estallido de alegría a una melancolía extrema y ambas huelen a alcohol barato y mal bebido, entre lágrimas, de esas que si son conscientes.



Y así vaga camino a casa cuando el alcohol empieza a oprimirle la vejiga y tiene que detenerse a mitad de la calle a vaciarla contra una esquina, una mano sujeta la pared frontal y la otra se encarga de él mismo. A lo lejos algo ladra, un perro pequeño, tal vez. Las botas quedan salpicadas, se separa de la zona mojada y trata de agacharse para limpiarlas, pero cae, escupe sobre la primera de ellas y pasa la mano por ella con fruición, la mano le huele ahora a saliva, y la limpia contra la camisa sucia. A lo lejos alguien ladra, un perro pequeño tal vez. Saca la otra pierna de debajo de su culo para dejas expuesta la otra pierna, y repite la misma operación, escupe y luego frota fuertemente con la mano, vuelve a notar el molesto olor a saliva, y esta vez lo dispersa en el pantalón, está mareado y al ver la imposibilidad de levantarse se tumba en el suelo frío y cae en un sueño profundo. A lo lejos alguien ladra.



Duele, duele su brazo en la noche, se despierta sobresaltado, el perro la ha tomado con su brazo, que está ensangrentado, al igual que la boca del chucho, al menos ya no ladra. Furia, asco. El perro no trata de huir asustado, sino que saca sus colmillos tratando de defender a su víctima, de asegurarse comida ante el nuevo predador que se presenta, que paradójicamente es la misma víctima, que no estaba muerta.


Se revuelve, y busca a su alrededor un palo o algo con lo que matar al sucio bicho, al palpar en el suelo con las manos se obliga a seguirlas, y es así como descubre un arma que ya sabe capaz de matar, así dirige la mano fuerte al cuello del can, un can pequeño y gritón cubierto de lanas blancas que le recuerda al pelo de las viejas que se ríen de manera estridente, y es entonces cuando el perro deja de retorcerse asfixiado. Sin embargo el castigo no muestra aun equidad, el brazo le duele y por ello decide hacer lo propio.


Empieza a arrancar el pelo del perro con furia y las manos y muerde en el lomo con fiereza, la carne aún está caliente y el sabor a sangre inunda su boca ávida de resaca y aunque mucho no puede comer, bebe, bebe la vida que han intentado robarle, otra vez, como cada chupóptero trata de hacer con él, por ese inevitable complejo de superioridad del que todos hacen gala en su presencia al sentirle claramente en inferior por su condición de borracho, de excéntrico, de asesino, que no son sin embargo cualidades del buen hombre, de ese que ha perdido la fe en Dios, y por ello nada espera, y por ello para nada trabaja y no le quedan sueños, ya que a nadie le queda a quien agradar, los que en Dios pierden la fe tratan de agradar a sus seres queridos, esos de los que él ya no tenía, esos en los que él ya no creía, y cuando todos los pierden no queda a nadie a quien defraudar más que a uno mismo, que ya se siente como una mierda por su suerte, por lo tanto “Si Dios no existiera, todo estaría permitido” .



Aturdido por la cantidad de sangre perdida llama a la primera casa que encuentra a su paso y una señora con rulos sale a su marco dulcemente iluminado por tintineantes farolillos navideños, su cara se desdibuja entre las luces suaves y cae desmayado.


Una luz cegadora interrumpe el plácido sueño vacío de imágenes, ese sueño de la inconsciencia, en el que justamente es el inconsciente quien no juega su papel, y un zumbido de hospital le desvela del todo obligándole a abrir los ojos, vuelven a hurgar en su brazo, una vez más sin consentimiento, no lleva su ropa, huele bien y le han aseado, una mujer vestida de insultante verde lava su herida con cuidado con una solución alcohólica tratando de postergar la vida de alguien que no sabe si la merece, sin tener si quiera que plantearse si hace lo correcto, como quien salva una vida por costumbre y por lo tanto su positivismo le hace perder la razón, esa en la que solo somos carne, y cuando la carne está sana lo demás está bien, y ella ha hecho su trabajo, ese nunca nadie le pidió y por el que se siente una buena persona en su bendita ignorancia, esa rayana lo absurdo, esa que parece no contemplar ninguna ética, esa en la que el bendito oficio de ayudar a los demás se convierte en prostitución al vender sus servicios, al vender su bondad, a cambio de un mísero sueldo, y vende su esfuerzo sin que este llegue a ser si quiera aceptable.


Y si muriera, por fallo suyo o si lo hiciera por influencia externa no estaría en sus recuerdos más de escasos segundos, muriendo de verdad, sin que ella bañara sus ojos en lágrimas ni reflexionara a caso sobre el dolor o la inclemencia de la muerte, como quien se acostumbra a la vida, ella se acostumbró a la muerte sin ser si quiera consciente de ello, y sin parecer importarle lo más mínimo, salvando algo que ya no valora, porque perdió todo su significado.


-¿Sabe cómo se llama?- pregunta dócil apuntándole con una linternita a los ojos.


-Claro que lo sé.- Brusco


-Bien dígame su nombre


-Me llamo Román, señor de Castro, para gente como usted.


-Está bien, señor de Castro, ¿recuerda lo que le ha pasado?- Pregunta, pero no la enfermera esta vez, sino Carmen, su olor, tan solo su voz al principio, su cuerpo y su cara finalmente, acusadores.


-¿Cómo te atreves a desafiarme?- Espeta.- Creí que te habías ido para siempre.


-Señor tranquilí...- Su respuesta se corta en una bofetada propinada por Román, y ella se aparta asustada, ofendida, como el amo mordido por a quien da de comer.


Román se levanta con brío, como un perro y la aparta de su camino hacia la puerta cogiendo las ropas puestas con cuidado en una silla, huye al exterior rápidamente.


Ella llora sin comprender y posa la mano en su mejilla inconscientemente.


Román se arranca la parte de arriba del pijama al pisar la calle y vuelve a ponerse su camisa, que apesta a alcohol, y en cierto modo esto le reconforta, y le ayuda a olvida el olor de su casa cuando su mujer estaba aun allí, el olor de antes de marcharse dejándole igual que había hecho Sofía.


Y volvió a vagar desorientado por esas calles desconocidas que tan bien le conocían a él siguiendo instintivamente el ladrido de unos perros a lo lejos. Tardó unos 15 minutos en llegar a la perrera municipal y se detuvo frente a las jaulas al aire libre en los suburbios, sacó la navaja del bolsillo, que ahora más lúcido recordó que tenía y se cortó un trozo de la carne de barriga para tirárselo a los perros, estos hambrientos y posiblemente mal alimentados lo comieron con avidez. Gritó de dolor al hacerlo, los perros gruñeron y ladraron al olor de la sangre.


Llamó a un perro grande a acercarse a la verja, le acarició la cabeza y el perro lamió la herida de su brazo, tal vez con intención sanadora, Román hundió la navaja en su cuerpo fibroso y la movió a ambos lados hasta que dejó de retorcerse, chupó la sangre de la navaja para limpiarla, para comer algo tal vez, y huyó temeroso de que alguien le encontrara.



Malditos perros, escoria de la sociedad, otros chupópteros, estos sin siquiera ocultarlo, era difícil ver perros tirados en la calle, como el que le atacó anoche, sin embargo los mendigos dormían al raso, su vecina bajaba comida a los gatos callejeros y al aparecer un mendigo en el tren todos agachaban la cabeza avergonzados e incapaces de dar limosna, y es que la limosna es una de las peores ofensas que se puede hacer a un hombre honrado, y tal vez en un pequeño instinto de filantropía era la omisión la mejor manera de prestar ayuda, para que aprendiesen que el mundo hay que comérselo, hay que ser el más fuerte, para que no te quiten tu pequeño pedazo de paz, ese que te corresponde por el hecho de estar vivo, y hoy parecía ser él, el único apartado de toda moral, el único que podía, sin embargo, poner orden en el mundo, por ello su pequeño acto filantrópico de hoy había sido matar dos inmundas bocas que ya nunca más debieran ser alimentadas, tal vez su obra pudiera ser continuada, llevada más allá, para la redención de un alma que no existía, por un Dios que nunca le quiso, y fue entonces cuando sintió todo el peso del ridículo caer sobre él, ¿para qué recobrar ese orden? Para que un Dios que nunca le quiso se jactara del el efecto que sobre él tenía su inexistencia, su divina moral, ahora estaba sucio, igual que todos aquellos que alguna vez habían creído serían capaces de arreglar el mundo, de poner orden en las cosas, porque aparte de ser mentira, no está bien, al fin y al cabo ¿por qué iba a estarlo? ¿Por esa extraña obsesión de hacer felices a los demás?, ¡Oh Dios mío! El hedonismo pasó de moda hace muchos años, todo el mundo sabe que el sentido de la vida no es hacer feliz a los demás, ni siquiera a ti mismo, eso no es más que el placebo del que nos alimentamos para seguir levantándonos cada mañana, esa bonita mentira consoladora que nos hace confundir las pequeñas euforias con la felicidad, y esta es absolutamente prescindible, absolutamente secundaria e innecesaria, tal vez el sentido de la vida era simplemente darse cuenta de esto, sin embargo no lo creía, ya que no se sentía dispuesto a morir. Tal vez el simple sentido era errar siempre, en las preguntas, y en las respuestas sobre todo, para poder seguir preguntándoselo, para seguir buscando esas verdades que nunca llegaban, para vivir, y es que esa es nuestra gran miseria “que hay que vivir”… Tal vez ese no fuera el sentido, tal vez no existiera tal cosa y fuera solamente otra de esas verdades que todos aceptamos para seguir, para nada, porque “hay que vivir”. Ya lo decían los sabios.


¿Hay que hacerlo?, aunque aun no entiendo para qué, tal vez por ello viva, para poder descubrirlo.



Y en no entender es donde se encontraba su mayor cordura, esa por la cual superaba a todos los demás, esa que le hacía más humano que a ninguno de los otros, más real al menos, más sincero consigo mismo tal vez.



A lo lejos alguien ladra, aquí cerca: alguien ríe…


“Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña…”


Y eran las lágrimas esta vez las que se balanceaban arañando su cara.



Oph**

domingo, 15 de agosto de 2010

IX. Cuando el frío es sofocante.





Las colillas se amontonan en el cenicero que un día fue transparente y hoy ostenta a ser traslúcido, su mano derecha, impaciente tamborilea el mantel amarillento y desgastado, las uñas brillantes, color rojo pasión, debían haber sido arregladas ya hace tiempo. En su mano izquierda y entre sus labios de manera intermitente otra colilla más, infecta y manchada de carmín, de ese que tiempo atrás la hacía sentir bella, ese carmín rojo que tantas camisas ha manchado de pasión, y es que siempre había abusado del maquillaje, sobre sus ojos las sombras se entremezclan negras y azules, bajo ellos el color va más allá del morado.


Siempre el maquillaje y la ropa prieta habían conseguido que se sintiera segura, ahora no era más que una costumbre de su antigua vida, había descuidado su aspecto hasta el punto de no retorno y el maquillaje ya no cubría sus ojeras, el pelo lacio le caía a ambos lados de la cara y las arrugas surcaban con violencia el joven rostro de Marie. Los ojos bajos estaban concentrados en la taza de café frío que ya no tomaría, sabía que él no aparecería tras hora y media de retraso, una vez más Yago tenía algo mejor que hacer.


Estaba cansada de intentar rehacer su vida, se sentía desgastada y dada de sí de tantas idas y venidas y de que tantas sonrisas le salieran rotas, el camarero se acercó con delicadeza hasta su mesa, si no quiere usted nada señorita… qué iba a querer, ella elevó sus pestañas para contestar y él se perdió en sus ojos arrasados de lágrimas, en sus pestañas tiernas, por un momento no supo qué hacer y decidió seguir con su rutina.


Empezó a hacer pedacitos su servilleta de papel empapada de lágrimas, la que había arrugado con rabia intentando infringirle algún dolor, tenía miedo de que su llanto se desatara en mitad de la cafetería y sus hombros empezaran a convulsionar, podría haber pagado y haberse ido si hubiera tenido el dinero suficiente, no le quedaba otra que esperar.



Cercana la hora de cerrar, el camarero dijo que acabaría el trabajo, acercó una silla y la cogió de la mano, ella estaba demasiado avergonzada para devolver la mirada, así que fue él el que fue a buscarla entre el maquillaje corrido, era increíble, tras tanto tiempo sin haberla visto, al principio había dudado si era ella, pero tras observarla toda la tarde le pareció obvio, cuando ella levantó la vista no pudo más que reprimir un sollozo y abrazarle, el también lloró como era de esperar, parece ser que no había sido tiempo suficiente para nadie, quizás sea que el tiempo no cura las heridas o que no supieron acostumbrarse al dolor, pero por un momento, ambos supieron que era lo que necesitaban: no más relativismos ni mirar hacia otro lado, él se había ido y el tiempo no iba a cambiarlo, nadie parecía entenderlo, menos ellos.


Quizás fuera porque eran almas solitarias que no supieron superar el duro golpe, o quizás es que no quisieran superarlo, porque el dolor lo hace real, y el dolor es también una manera de sentirse humanos, cuando estamos desmembrados, es una manera de afrontar la vida, quizás incluso la más fácil y la que menos esfuerzo nos requiere, la que mejor nos hace sentirnos con nosotros mismos y la única que nos permite mirarnos al espejo sin avergonzarnos y sin sentirnos culpables, porque no existe nada peor que, que te duela más sonreír que llorar, así mujer y hermano encontraron que no eran los únicos miserables y pudieron más que sentirse humanos, sentirse comprendidos.



-¿Cómo estás?, ¿Cómo está Carmen?


-Carmen no está, me dejó cuando se fue Sofía, un poco después tal vez, no recuerdo.


- El otro día me llamó, quería saber de vosotros, le dije que la llamaría cuando supiera, no quiere llamaros, pero está preocupada.


-¿Carmen?


-No, Sofía.


-¿Está bien?


- Sí, sí lo está, sabe arreglárselas sola.


- ¿Y tú?


- Sobrevivo, estoy viviendo en casa de Yago, era a él a quien esperaba, pero debe haber tenido algún problema en el trabajo.


-Hoy puedes quedarte en casa, es una casa muy grande para mí, y le podemos llamar desde allí, para que esté tranquilo, es tarde, y no tienes buen aspecto, necesitas descansar.


- No me encuentro muy bien, la verdad, estoy un poco mareada, estoy enferma.


Román asintió creyendo comprender, pero Marie sabía que no lo había hecho, mucho mejor, mucho más fácil.



Aunque en una situación normal nunca se hubiera adentrado sola en casa de Román sabiendo de sus problemas, aquello no era una situación normal, nada lo era últimamente, necesitaba acostarse, tenía náuseas, y por un momento se sintió hermanada con él, como una muñeca rota, unidos por el dolor, por la pérdida, y sobre todo por la miseria y la culpa, esa de no haber hecho nada, y sin haberlo hecho haber estropeado la vida de los circundantes, se dejó guiar.


Fuera el frio era sofocante, la ahogaba y hacía tiritar, sin embargo le hizo sentir mejor e hizo que pararan las nauseas, necesitó agarrarse a su brazo para no caer en el trayecto a la casa.



Él la deja caer en la cama con suavidad con un movimiento que pretende ser estar o parecer fraternal y se tumba a su lado cuan largo es su cuerpo, desde esa posición ella no puede evitar ver su miembro, erecto, su vergüenza y sus mejillas encendidas, su sonrisa. Sin entender porqué desliza sus manos hasta el pañuelo de seda que cubre su cuello, y lo desata con sensualidad, desabrocha un botón de su blusa, insinuante y se siente deseada, y eso le hace dejar de sentirse una mierda, una miserable y por un momento se siente válida, joven, viva y de entre su pecho escapa una fragancia a lilas, que sale al encuentro de Román. Y él se levanta y se quita la camiseta deprisa, y la mira con deseo, y la ternura se evapora entre el calor de sus cuerpos, y con los ojos anegados en lágrimas, respira como una bestia enjaulada, Marie sabe que es peligroso, que el dolor le ha hecho perder la cabeza, pero desabrocha el sostén, con pausa, regodeándose en cada pequeño momento, y desabrocha la falda, y desenrolla las medias tendiéndose en la cama suave, jugueteando con su pelo, arqueando su cuerpo al tumbarse.



Cada molécula de luz gravita frente a la ventana y cae lasciva sobre su cuerpo desnudo y laxo entre las sábanas frías, riéndose del camino escogido, jactándose de su suerte, tiembla aterrorizada ante lo que sabe sucederá, sabe que no es lo correcto, pero está cansada de que nada nunca lo sea.


Sus cuerpos están separados en el infinito, por un espacio inconmensurable, y es ese espacio vacío lo único que parece existir como si de la salvación y bondad se tratara, como si fuera un espacio imposible de salvar que impidiese su perdición, en esa separación entre sus cuerpos el silencio tiembla avergonzado de allí encontrarse entre los desnudos, entre dos suspiros confundidos.


Él la mira sin saber bien qué decir, ni cómo pedirle perdón por lo que sabe sucederá, pero que es inevitable, y le lanza una mirada lacónica y se muere en sus ojos, y la mirada vuelve atravesando ese espacio que les separa, veloz y sin esfuerzo aparente, violando esa salvaguarda incorpórea, inexistente, que parece ser lo único que existe, lo invisible, es lo único que perdura de entre ellos, es lo único que ahí está, él ya no está, ella ya se fue, ambos se abandonaron y aquel espacio, que de esa huida quedó fue muriendo al calor de sus cuerpos, hasta extinguirse en una llama azul que crepita dentro de ella, ahora nada hay, ahora nada queda, murieron los vacíos, y los silencios.


***


Y Sofía, olvidada capítulos atrás se desespera en su hastío, en su desinformación, en su culpa, como poetisa sin versos, sin musa, sin amor sin siquiera la visita de la apatía, de la abulia.


Y sin amor, casi con odio mira el teléfono esperando a que suene a cada segundo, y no lo hace una vez más, y una vez más es Eloísa quien le impide llamar.


-Sophie, ¿estás bien?


-Claro pequeña. Dime, ¿Necesitas algo?


-Pues si tienes un segundo… me gustaría que leyeras algo, lo escribí para el colegio, quiero presentarlo para un concurso, y bueno, desde lo del bebé mamá no levanta cabeza, no parece haber aceptado ya su pérdida, y me da cosa pedírselo a ella.


- ¿Tú cómo lo llevas?


-No sé, creo que aun no me había hecho a la idea de tener un nuevo hermano, así que en cierto modo es como si no hubiera perdido nada, pero mamá… estoy preocupada por ella, cree que es culpa suya.


“Incoherentes, gracias al cielo que lo somos, gracias al cielo que podemos escuchar ese llanto, ese pum pum, y henchirnos de alegría y llorar sin saber por qué, y amar sin necesidad de pensarlo, sin racionalizarlos al menos por una vez, por parecernos natural, sin necesidad ni de cuestionarnos el por qué, para poder sentirnos de ello capaces, capaces de amar, y de sentir sin necesidad de nada a cambio porque nada nos dieron, simplemente de amar ese llanto, esa esperanza, y esa incertidumbre del que todo lo tiene por delante.”


-¿Y cómo está el señor?


- Padre nunca se muestra tal como es, pudiera estar fatal o no importarle en absoluto, mamá tampoco podrá responderte a esa pregunta, al menos sé que no se preocupa demasiado, lleva dos noches sin venir a dormir, a veces me pregunto quién es realmente, y por qué no le conozco.


-Eloísa… ahora creo que tienes que cuidar de la señora, y de Enrique, que aunque no entiende lo que ha pasado, ve a tu madre triste, y se apena, me sorprende que un niño tan pequeño pueda demostrar tanta sensibilidad hacia penas que no puede comprender, y a veces temo por él.


- Es un niño especial, lo sé, tal vez sea a causa de haberse criado sin padre, más que la sombra de uno, yo tuve más suerte, creo que antes no era así, tal vez solamente recuerde lo que quiero…-


Eloísa gira la cara para que Sofía no vea caer una fina lágrima por su mejilla y cuando vuelve a encararla muestra una ligera desaprobación.


-Lo pienso, y tú lo sabes todo de mi, todas mis pequeñas miserias y yo mientras, nunca supe nada de ti, no es justo ¿sabes?, por eso yo no puedo tratarte como lo hace él, porque yo sí que me doy cuenta. Me gustaría que cambiara, sé cómo eres, o espero saberlo, y de ser así espero no equivocarme, sé cómo nos tratas y el amor que nos das a cambio de una paga seguramente insuficiente, sé que mamá no te trata como debería, que papá no te trata y que no estarías aquí si tuvieras otra oportunidad, pero también sé que no te quedarías si Enrique no estuviera aquí, si no fuera por cosas como estas.


Te veo cada tarde mirar al teléfono ansiosa, te veo siempre alicaída y con esa sonrisa rota tan tuya que solo Enrique te quita a veces y tal vez es que soy yo la única que no está demasiado ocupada como para darme cuenta de que no estás bien, y sé que no tengo derecho a pedirte ninguna explicación sobre nada, pero tengo todo el derecho del mundo a ofrecerte mi ayuda siempre que estés lista para hablar con alguien, como amigas.


Sofía asintió con los ojos anegados en lágrimas y Eloísa de dio cuenta de que estaba en lo cierto, en todas y cada una de las pequeñas cosas que había dicho, Sofía derramó un par de lágrimas sobre su hombro.


-Gracias y lo siento por todo, creo que ya me entiendes, nunca pretendí ser hipócrita, solo pretendí tomar el camino fácil pero me alegro de que exista cierta humanidad en el mundo, de que para ti ese camino no sea suficiente, de que quieras más, de que seas una persona de esas de las que bien pocas quedan. Cuando llegué aquí, había dejado de creer por completo en la humanidad, personas como tú y tu hermanos sois los que me hacéis encontrar un sentido, y sí, es por eso por lo que me quedo, el domingo tengo un rato libre, siempre lo paso en la misma cafetería, es una bonita cafetería cerca de aquí, bastante bohemia donde tocan jazz, tal vez te gustaría venir y escuchar mi historia.


Eloísa asintió y le tendió la mano con los papeles que rezaban “tale”.


-Lo leeré encantada.


-Iré encantada.



Bendita inocencia esa la de Eloísa, esa de Enrique esa que ella esperaba no haber perdido del todo.


Creo que ha quedado claro que el mundo no nos gusta... se exploto nuestra pompa de jabón y los colores ya no reflejan su distorsión en su esfera azulada


La pompa se ha pinchado y no mirar a su través nos devuelve un mundo gris y desdichado que nos había engañado haciéndonos creer que todo era perfecto, que la gente era humana, y ahora los de antes ya no somos los mismos


Sentirnos decepcionadas del mundo de qué puede servirnos, las entidades nunca se sienten culpables y últimamente las personas tampoco lo hacen, pero allá cada uno con su conciencia.


Sin embargo estoy convencida de la ley de la conservación de la materia, la felicidad no puede evaporarse y los colores no se tiñen, solo se cubren parcialmente de gris para engañarnos nuevamente


No creo que exista acceso a la realidad, solo tenemos acceso a nuestros sueños y sabiendo que nuestro índice de certezas es siempre menor del que sería tolerable hoy yo estoy dispuesta a crear una nueva pompa, ya que el mundo no es perfecto transcribamos en el nuestros sueños


Necesitamos poetas que nos digan qué soñar, yo sigo esperando los míos, y hoy por primera vez en mucho tiempo, por encontrarte, me siento con fuerzas para volver a soñar, de volver a mirar hacia delante, y una vez más con un miedo irracional a mirar hacia atrás…