domingo, 12 de septiembre de 2010

XIV. Desideario.






Finalmente ha llegado el día en el que me dispongo a atentar contra mí mismo, sin importar las consecuencias, ni lo que pase después, si es que lo hay, estas consecuencias serán obviamente nulas, al menos para lo que al mundo exterior se refiere, y mi interior a nadie le importa. Hoy daré los argumentos en contra de mi persona, esos que son los válidos, y los únicos que aceptaré, porque son al fin y al cabo los verdaderos. Lo hago finalmente confiando en vuestra magnanimidad para aceptarme tal como soy y lo hago quizá para poder contármelo a mí mismo y poder mirarme a los ojos sabiendo que soy miserable y mezquino, y aún así tener la cabeza alta por el simple hecho de saberlo, de no tener que negarlo como todos ustedes ven la necesidad de hacer.
Por último permítanme no sé si a modo de licencia poética o a modo de suavizar mi propio ataque, que me refiera a mi mismo en tercera persona, también, obviamente, para no entorpecer la narración.

Él era uno de tantos hombres que había desperdiciado la mejor y mayor parte de su vida sin tener razón de peso alguna para hacerlo, más allá claro, de su propio egoísmo e incapacidad para superarse, y por supuesto de su propio orgullo para consigo mismo. Se dedicó toda la vida a decir millones de cosas que no venían a cuento y a tapar con su ruido las ideas que le pasaban por la cabeza, con especial interés dedicó su vida a pudrirse lentamente en su inmundicia y a recordarse lo que no pudo haber sido, y por lo tanto nunca fue, pero las cosas no suceden de manera tan sencilla por lo que contaré su historia, es decir mi historia, desde el principio, sin omisión, más que lo que de mi ya saben, que no es poco, pero no es suficiente para entender aun.

Como todas las historias autobiográficas, ésta debería empezar con un número referente a un concreto y definido atrás en el tiempo, pero esto me es difícil incluso a mí, ya que nunca llegué a conocer su edad con exactitud, simplemente digamos que fue encontrado hace unos cuarenta años, llorando en un maizal abandonado rodeado de podredumbre y miseria, como continuó toda su vida. Durante su infancia fue un niño normal, al menos entre los de su clase: se magulló las rodillas como el que más, bebió agua de los charcos, comió lo que encontró por la basura y se dedicó a soñar con ser uno de esos hombres que veía cada día con altos sombreros de copa y elegantes trajes, soñaba con zapatos con suela de madera quizá incluso si llegaba a ser un hombre rico con un bastón con la punta de metal, del más sonoro, soñaba con tener una mujer y las miraba con asombro infantil en su trajinar de aquí para allá, de allá para acá, siempre tan atareadas y golpeadas por esa bella extenuación que él encontraba adorable en cómo sus mejillas sonrosadas del esfuerzo se inflaban y desinflaban para coger aire o como subía y bajaba su pecho cuando acarreaban a sus pequeñuelos largos trechos.
Como niño, fue un niño feliz, o al menos tan feliz como la mayoría, no tenía nada ni nada necesitaba, nada le preocupaba, ni por nada necesitaba hacerlo, o eso creía él, equivocado, como cualquiera a su edad.
Lo que nuestro joven personaje necesitaba por encima de todo era esa infantilidad, esa inocencia que le permitía seguir soñando con cambiar su vida algún día y con poder ser cualquier otra persona, ya que era al fin y al cabo eso en lo que basaba todos sus sueños infantiles, en dejar de ser eso que tan irremediablemente odiaba hasta el hastío por el propio aburrimiento de odiarse.

Sin importar cuál sea el carácter de estos sueños infantiles que todos tenemos, todos se derrumban un día, sin previo aviso, ni estruendo alguno, un día de repente ya no están y es entonces cuándo empieza a uno a faltarle el aire para respirar en los momentos de angustia y te cuesta levantarte cada mañana sin tener ninguna razón para hacerlo, he oído de gente que puede superar esta pérdida, quizá sea algo que viene dado por los zapatos de madera o los bastones con puntas de metal, no lo sé, y nunca podré comprobarlo, pero eso ahora ya no importa, la cuestión es que él (o sea yo) no lo hizo.
Nunca sabré cómo ni por qué, pero su vida cambió de forma radical, aunque nunca dejó de hacer las mismas cosas, robar comida cuando se prestaba la ocasión y mirar, mirar a las gentes que deambulaban con un lugar al que ir, que se apresuraban por que tenían a dónde llegar. De niño como un juego él a veces lo hizo, ir corriendo a ninguna parte como si llegara tarde o alguien le esperara, como recordándole a la sociedad lo que pudo haber sido de haber ocurrido todo de alguna manera diferente, reclamando el beneficio de la duda que sobre él nunca nadie parecía tener que formularse categorizándolo de antemano, y corría, como recalcando día tras día su sombra sobre el asfalto para que allí quedase grabada y con el paso de los años al menos éste le recordase, y le recordara lo que nunca pudo haber sido, y por lo tanto nunca fue. Tal vez el único problema fue que esa situación dejó de ser temporal y olvidó las miras al cambio, o quizás fue simplemente su debilidad de espíritu la que le llevó a abandonarse de tal modo al vicio de la miseria, porque, sí, han oído bien, “la miseria no es más que un vicio”, quizás vivimos la pobreza como una obligación o simplemente la padecemos, pero no ocurre lo mismo con la miseria como ya es bien sabido por todos desde que lo dijeran los sabios.

Así, al perder su inocencia de niño, perdió también la capacidad de asombrarse por todo, cierto es que está bien visto no hacerlo, como un acto de orgullo, como si ya todo lo conocieras o a todo fueras tan superior que no tuvieras la necesidad de de ello servirte y aprovecharte en el caso de que esto fuera necesario, esa situación en la que todo lo tienes y nada necesitas. Pero ahora con el paso de los años incluso yo me doy cuenta de que no fue la opción correcta, es más necio el que no se asombra de nada y nada observa, que el que lo hace reconociendo sus faltas y aprendiendo cosas nuevas a cada momento, así pasó su vida sin levantar más la vista hacia las muchachas bonitas ni los dulces calientes en los escaparates de las tiendas, y tanto fue así y a tanto llegó su desdicha que se le olvidó que estos existían o que habían existido alguna vez, al olvidar cómo asombrarse, también perdió el respeto hacia todo lo que a él le era externo , ya que asombrarse por las cosas es hasta cierto punto respetar lo que nos es externo y reconocerlo, como sería en el amor reconocer las otredades, y no pretender cambiarlas.
Cayó en ese peligroso egoísmo de los desdichados que no son capaces de ver más allá de su propia inmundicia y en ella se ahogan como en agua fría que inundara sus pulmones, y ellos, como si estuvieran muertos ni siquiera chapotean para tratar escapar de ella, simplemente dejan que les inunde más y más, quizá simplemente sea porque no es cierto que estén realmente vivos, por haber perdido su integridad hasta tal punto que no pueda considerárseles vivos ni capaces, por vivir simplemente en la corriente, sin que el sentimiento de autoprotección les permita morir, qué digo sentimiento, sino es más que una pulsión, como la que tienen los fetos de cerrar los puños fuertemente para poder agarrarse al pelo de la madre al nacer, qué desilusión debe haber en esas caritas cuando nacen y descubren que no somos monos y no hay pelo al que agarrarse, y no necesitan ni intentarlo tras tanto inservible esfuerzo.
Puede ser que ese sea el mayor problema de nuestra raza, que las comodidades nos superan y nos permiten olvidar el instinto de supervivencia para que nos dediquemos a cuestiones más líricas, y cuando no se da esta situación no podemos pues considerarnos humanos aunque es cuando más se da, cuando menos humanos nos sentimos.

De este modo nuestro personaje había perdido todo el interés por las cosas buenas de la vida, ni siquiera lo tenía ya por las cosas malas, vivía como arrastrado por la corriente, vapuleado por ella más bien, sin embargo, siempre hacia adelante, sin poder ni querer siquiera volver la vista atrás, por miedo a encontrar que se estaba fallando a sí mismo y que era posible ser feliz, porque ya lo había sido antes, por miedo a darse cuenta de que el único culpable de sus sufrimientos era él mismo y de que no era nada más que su oscuro pesimismo, al que alimentaba con su miseria, el culpable de todo.
Sin embargo, por muy solo que estuviera y muy desgraciado que se sintiera, las cosas no eran estrictamente así, y de ningún podrían ustedes haber pretendido que así fueran, ya que esto no es al fin y al cabo más que un recuerdo, uno de esos que creemos recordar con exactitud debido a que lo interpretamos y completamos como buenamente Dios y nuestro estado de ánimo nos dan a entender en cada momento, tratando de caer en ese engaño del que cree recordar con objetividad, ese engaño que nos permite decidir cómo vivimos nuestra vida pasada sin que esta tenga que haber sido necesariamente así con sus propios problemas de contingencia.

Como tantos hombres consideraba la frialdad en el trato una virtud del caballero, del bien educado, del que era de alto espíritu y nada a nadie le debía, siempre trató peor de lo que merecían a todo el mundo, porque eso le permitía estar en un estadio moral superior a sus ojos aún siendo lo que era. Le permitía sentir que a nadie nada debía y que era superior a ellos por el simple hecho de saberlo, él no necesitaba curar su conciencia regalando gestos amables o miradas tiernas, y es más estos los consideraba un rasgo de debilidad e incluso habría sentido ofendida a su propia persona de haberlos realizado. Es posible que éste, el orgullo, fuera el único rasgo humano que conservó durante mucho tiempo y la verdad no sé bien porqué, quizá porque era lo único que podía proteger pasara lo que pasase, lo único que no iban a robarle y lo único que le recordaba que pudo haber sido, alguien que nunca fue.

Nunca supe el momento de su nacimiento, como ya reconocí al principio del relato, pero de manera irreversible durante este tiempo perdí aún más la situación de lugar, dejó de contar las horas, los días, los meses y los años, porque ya no le importaba el tiempo de vida que le restara, porque dejó de atesorarla como algo precioso, y dejó de vivirla, cayendo en una de las más peligrosas trampas humanas, comenzó a sufrir su propia vida, a ser no un protagonista, sino una víctima de esta , sin ninguna esperanza de escapar de ella, porque esta vía de escape le era tan desconocida que no suponía un mejoría de manera rigurosa.
Durante su infancia, le hablaron de un Dios que en él contenía todos los bienes y bondades, pero desde el primer momento esta idea le pareció disparatada, ya que no podían caber en un solo ser todas estas cosas, también le contaron que ellos habían sido creados a su imagen y semejanza. Y llegado a ese estadio de su vida, su propio aspecto era tan vergonzoso, que supo que no podía haber un Dios de esas características, y que de haberlo, no sería el Dios bondadoso que le habían contado, un Dios de ese tipo no le dejaría pudrirse entre las ratas durante los mejores años de su vida y durante los que también fueron los peores, y así la opción más atrayente era el falaz Dios engañador que le hacía creer diferente de lo que en realidad vivía, locura, lo llaman algunos.

Tras tantos año,s una de las cosas que más me sorprenden es que es hoy el primer día que lloro después de tantas desdichas, es hoy mientras escribo estas líneas y ante estos folios cuando me doy cuenta de todo lo que hice, y cuando finalmente puedo llorar, puedo abandonarme a mi dolor, hoy que tengo más motivos para ser feliz que ningún otro día de mi vida es cuando encuentro ese consuelo entre mis propias lágrimas cálidas, la primera vez que me entrego a mis temblores, quizá sea porque ahora soy lo suficientemente afortunado como para soportarlo, como para poder seguir adelante tras ellos, como para poder no hacerlo, ahora que soy consciente de lo que me aconteció, de la mayor parte de ello al menos, ahora que sé el modo en que he desperdiciado mi vida, es ahora cuando puedo llorar, y cuando sobretodo puedo acoger el final con calma, con cariño, es la primera noche que recuerdo dormir frente a una ventana y no ser yo el que se moje, es la primera noche que recuerdo poder ver la luna mojada por la lluvia y aun así desluce a las estrellas, gordas de tanta noche, es la primera noche que oigo restallar la lluvia contra el suelo sin salpicarme y que estoy caliente y es sin embargo la primera noche que me siento morir, porque superé la adversidad no tengo que seguir luchando, ya lo hice demasiado tiempo y hoy por fin podré descansar, en esta cama blanda y cálida y cerrar mis ojos sin necesidad de tener que abrirlos de nuevo, y poder dormir en ese sueño infinito del que no cabe despertar, porque pude superarlo, porque pude sobreponerme, porque una mañana de Julio fui recogido de una calle de Madrid medio muerto, a la que me había abandonado, y porque hubo un alma caritativa que se ocupó de mi, para que dejara de sufrir y para que pudiera morir, nunca habría ocurrido así si allí me hubiera quedado por la simple obstinación de no ser vencido.

Este es el único argumento que aceparé contra mí, no como una injuria ni como un alago, simplemente como la cruda verdad, tampoco tras haber muerto, no les pido que me entiendan ni si quiera que me compadezcan, quizás solo escribo esto a modo de testamento al no tener nada que dejar, para que sea un agradecimiento a ese alma caritativa que me ayudó, para que sea una explicación sincera, para Sofía, si es que sigue existiendo en algún lugar del mundo o de mi cabeza. De ningún modo se trata de una nota de suicidio es simplemente una declaración de intenciones, las últimas, una mirada atrás de esas que hacía tanto que no me atrevía a echar por miedo al dolor, es tan solo un adiós ahora que tengo a quien dárselo, un adiós y por encima de todo un gracias de todo corazón, un gracias teñido de lo sientos, por no haber podido aprovechar tu cariño de otra manera y por dejarte aquí ahora con el pesar que sé que te quedas, por favor, no te quedes con ese dolor y no pienses en mi, más que como en un alma sencilla a la que ayudaste más de lo que debías, piensa por consiguiente en ti misma, como un alma pura que hizo más de lo que era posible y sonríe al leer estas torpes líneas, y que por de ellas leer las mentiras, que no son más que mis verdades puede juzgarme de manera diferente, y sonríe a lo largo de tu larga vida, recordando todo lo que yo hice, para no caer en mis mismos errores, sonríe porque me acogiste cuando todos me olvidaron, y porque lo hiciste sin conocerme, sin juzgarme. No estoy en condiciones de dar lecciones morales a nadie, ni mucho menos a ti, pero si lo estoy, en condiciones de pedirte que me hagas un último favor quizá aún mayor que el que ya me has hecho, si existiera ese cielo del que me hablaron regálame el placer de poderte verte feliz desde allí cada día y cada noche, y de poder velarte durante mucho tiempo, de poder velar esos dulces ojos grises, que son lo único que recuerdo con cariño de mucho tiempo a esta parte.

Para querer morirse hay que ser muy dichoso, o muy desgraciado, lástima haya tenido que ser la segunda de estas.

Mi más sentido agradecimiento.

Mi pésame más dichoso.

Román.



Oph**

1 comentario:

  1. Un capítulo precioso aunque me gustó mas el anterior! espero ver el próximo capítulo pronto.

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