lunes, 30 de agosto de 2010

XI. Delirae.



Ese frío que dejó atrás en los 40, vuelve para mutilar su cuerpo desnudo de recuerdos y de anhelos que nunca más serán soñados, de allí volver a una de esas épocas de apasionamiento en una de esas en las que hubiera merecido la pena vivir, o hubiera sido al menos soportable, de haber podido escoger, de no haber estado abocado, condenado a este momento muerto y vacío. Y así 40 nebulosas, de los 10 años que nunca llegó a vivir más que en los recuerdos de aquello que nunca existió se arremolinan en su cabeza de estéticas muertas y estáticas giran violentas, de aquellas, las deseadas, de pasión, de sutileza y de detalles, asesinos del romanticismo, de la bohemia.


Deseando volver a ese olvidado lugar de la República Checa, esa apasionada estancia de gitanos y de soñadores de ilusos y de ingenuos poetas que creían, vencerían, recuperados por el señor Murger, deseando morir, como cualquiera de los malditos poetas malditos de Paul Verlaine, antes de que sea demasiado tarde, de que lo fuera para dejar de ser así considerado, deseando morir a tiempo, inquilinos de la leyenda, para ser al menos otra más de esas desconocidas más que por él mismo, más que por el mismo olvido y las mismas miserias, ser otro suspiro exhalado por los labios de una mujer, como lo fue en los de Carmen, como lo fue en los de Marie, ¿es que existe acaso algo más?, ¿algo más bello al menos?, y es que hay tanta belleza escondida en un suspiro de mujer, en un sentirse querido, escuchado, y por encima de todo en un sentirse valorado, como nunca se había sentido, y es que un suspiro de una mujer sucia no es más que un olor a podredumbre, que te persigue espantando a todas las demás, y te envuelve en su olor nauseabundo, pero sabía que Marie había curado esa maldición, devolviéndole toda la dignidad que tal vez algún día tuvo, pero de la que nunca pudo hacer gala al nadie reconocerla jamás.



El día que tanto se hizo esperar, paciente a la noche y los misterios de su luna entra ahora raudo por la ventana cuando por fin pudo conciliar el sueño sin ofrecer breve tregua a un cuerpo vejado por las pesadillas de una mujer muerta y una noche de sexo demasiado corta, una noche sin amor, demasiado incierta.


Y una vez más la sábana está arremolinada a su alrededor como si le diera asco el contacto con su pecho, y huele mal y se le pega al cuerpo, flácido bajo las sábanas, y ve su barriga, su asquerosa barriga llena de pelos cayendo sobre la sábana fría extendiéndose estrellada contra ella por su propio peso, y la pesadez de la resaca en la cabeza, y el gusto a vómito en la boca, parece que definitivamente han pasado esos momentos de ligera inconsciencia en los que es dueño de sus pensamientos, para dejar paso abrupto a la más fría realidad, a la rutina y al tedio, a la miseria a la sobriedad de la mañana, al calor de la soledad.


Ya no queda el olor de Marie en la cama, se fue para no regresar, tal vez nunca, se fue con esa mirada de reproche de Yago y su color a enfermedad tañendo desde su fuero interno, sin preocuparse por su soledad, por su cordura, con el egoísmo propio de los que sufren se fue, con viento fresco, con frías lágrimas escondidas en las cálidas sonrisas que esa noche derramó para mí.


La miseria es un vicio, si ya lo decía Marmeladov, como otros tantos, tal vez sea lo que otros llamaron “el sentimiento trágico de la vida”, ese que me acompaña cada mañana en mi charla subconsciente hacia el bar, en ese paseo vagante, sin rumbo fijo, que siempre desemboca sin pensarlo en ese oscuro antro, del que sabe cada paso, cada pequeña baldosa, que separa su vida personal del pequeño escenario manchado de hollín aquel ante el cual y su público de cada día se ve obligado a representarse a sí mismo, en el que cada día se entrega a los extraños estragos de la sociedad, a sus pequeñas miradas y juicios, pero teniendo control sobre ellas, sin exponer las suyas propias, siempre un paso atrás, distanciado de la realidad, en un pequeño lugar de su mente, refugiado.


Esa mente cargada de sombras, de penumbras que se esconden entre lo que algunos tildan en llamar realidad, eso que aparece de entre las dudas, ahí donde estas se esconden, su subterfugio olvidado para mí, el subterfugio en el que todos abrigan su cordura sobrevalorándola en alto grado, subestimando las enseñanzas de las sombras, su sutileza y su inconmensurable belleza etérea que se desvanece entre los subterfugios.


Hay quien lo llama delirios, quien piensa que no es más que un “ surco desviado del camino recto” y no son más que ellos los locos, al creerse en la posición de la verdad absoluta, al creerse en el beneficio de la verdad, del saber, cuando no es más que una vana creencia en ese saber, y no es más que mi simple duda sobre la realidad, sobre todo lo que me rodea, lo que me da esa cordura de la que otros se vanaglorian en falso, cuando ese pequeño cuestionamiento mío sobre mi propia cordura, no hace más que poner en evidencia aquello que a ellos les falta y que sin embargo firmemente creen tener.



Y se pasa la mañana entre vasos de tubo y bandejas, entre miradas de desaprobación que caen lascivas en su pelo ralo y sucio y entre sus canciones infantiles mal tarareadas…


“Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña, como veían que no se caía fueron a llamar a otro elefante…21 elefantes se balanceaban sobre la tela de una araña, como veían que no se caían fueron a llamar a otro elefante”


Y tras llegar a 21 elefantes llega irremediablemente al primero de nuevo, que volvía a balancearse solitario, como abocado a estar solo tras una determinada suerte a la de estar solos, solo, como él siempre acababa pasara lo que pasara. Y cada pequeña criatura parecía querer jactarse de su miseria como antaño hacía la vieja rata y tal vez por ello, y por cierta empatía que tal vez tuviera a la salida del café olía a cerveza y a miserias, no solo a las propias, sino también a las ajenas.


La luz de las farolas desdibujaba en el suelo su sombra, una sombra que se distorsiona con cada nuevo movimiento, y daba traspiés a causa de la gran cantidad de alcohol tomada en la última hora, y así, la luz de las farolas perdía brillo y distorsionaba todo lo a ellas circundante, y las piernas le pesaban y toda su cabeza estaba cubierta por una neblina, en la que sin embargo sus pensamientos discurrían con aun más rapidez, más impulsivamente, más vertiginosos, y así es como su estómago se hacía eco del exceso de bebida, ese sentimiento de vértigo, ese revoltijo informe que le hacía sentir determinada debilidad, determinado desbordamiento sentimental, ya puede ser tristeza o alegría de un momento a otro, sin previo aviso, abruptamente, haciéndole estar al borde de las lágrimas a cada momento, pasando de un estallido de alegría a una melancolía extrema y ambas huelen a alcohol barato y mal bebido, entre lágrimas, de esas que si son conscientes.



Y así vaga camino a casa cuando el alcohol empieza a oprimirle la vejiga y tiene que detenerse a mitad de la calle a vaciarla contra una esquina, una mano sujeta la pared frontal y la otra se encarga de él mismo. A lo lejos algo ladra, un perro pequeño, tal vez. Las botas quedan salpicadas, se separa de la zona mojada y trata de agacharse para limpiarlas, pero cae, escupe sobre la primera de ellas y pasa la mano por ella con fruición, la mano le huele ahora a saliva, y la limpia contra la camisa sucia. A lo lejos alguien ladra, un perro pequeño tal vez. Saca la otra pierna de debajo de su culo para dejas expuesta la otra pierna, y repite la misma operación, escupe y luego frota fuertemente con la mano, vuelve a notar el molesto olor a saliva, y esta vez lo dispersa en el pantalón, está mareado y al ver la imposibilidad de levantarse se tumba en el suelo frío y cae en un sueño profundo. A lo lejos alguien ladra.



Duele, duele su brazo en la noche, se despierta sobresaltado, el perro la ha tomado con su brazo, que está ensangrentado, al igual que la boca del chucho, al menos ya no ladra. Furia, asco. El perro no trata de huir asustado, sino que saca sus colmillos tratando de defender a su víctima, de asegurarse comida ante el nuevo predador que se presenta, que paradójicamente es la misma víctima, que no estaba muerta.


Se revuelve, y busca a su alrededor un palo o algo con lo que matar al sucio bicho, al palpar en el suelo con las manos se obliga a seguirlas, y es así como descubre un arma que ya sabe capaz de matar, así dirige la mano fuerte al cuello del can, un can pequeño y gritón cubierto de lanas blancas que le recuerda al pelo de las viejas que se ríen de manera estridente, y es entonces cuando el perro deja de retorcerse asfixiado. Sin embargo el castigo no muestra aun equidad, el brazo le duele y por ello decide hacer lo propio.


Empieza a arrancar el pelo del perro con furia y las manos y muerde en el lomo con fiereza, la carne aún está caliente y el sabor a sangre inunda su boca ávida de resaca y aunque mucho no puede comer, bebe, bebe la vida que han intentado robarle, otra vez, como cada chupóptero trata de hacer con él, por ese inevitable complejo de superioridad del que todos hacen gala en su presencia al sentirle claramente en inferior por su condición de borracho, de excéntrico, de asesino, que no son sin embargo cualidades del buen hombre, de ese que ha perdido la fe en Dios, y por ello nada espera, y por ello para nada trabaja y no le quedan sueños, ya que a nadie le queda a quien agradar, los que en Dios pierden la fe tratan de agradar a sus seres queridos, esos de los que él ya no tenía, esos en los que él ya no creía, y cuando todos los pierden no queda a nadie a quien defraudar más que a uno mismo, que ya se siente como una mierda por su suerte, por lo tanto “Si Dios no existiera, todo estaría permitido” .



Aturdido por la cantidad de sangre perdida llama a la primera casa que encuentra a su paso y una señora con rulos sale a su marco dulcemente iluminado por tintineantes farolillos navideños, su cara se desdibuja entre las luces suaves y cae desmayado.


Una luz cegadora interrumpe el plácido sueño vacío de imágenes, ese sueño de la inconsciencia, en el que justamente es el inconsciente quien no juega su papel, y un zumbido de hospital le desvela del todo obligándole a abrir los ojos, vuelven a hurgar en su brazo, una vez más sin consentimiento, no lleva su ropa, huele bien y le han aseado, una mujer vestida de insultante verde lava su herida con cuidado con una solución alcohólica tratando de postergar la vida de alguien que no sabe si la merece, sin tener si quiera que plantearse si hace lo correcto, como quien salva una vida por costumbre y por lo tanto su positivismo le hace perder la razón, esa en la que solo somos carne, y cuando la carne está sana lo demás está bien, y ella ha hecho su trabajo, ese nunca nadie le pidió y por el que se siente una buena persona en su bendita ignorancia, esa rayana lo absurdo, esa que parece no contemplar ninguna ética, esa en la que el bendito oficio de ayudar a los demás se convierte en prostitución al vender sus servicios, al vender su bondad, a cambio de un mísero sueldo, y vende su esfuerzo sin que este llegue a ser si quiera aceptable.


Y si muriera, por fallo suyo o si lo hiciera por influencia externa no estaría en sus recuerdos más de escasos segundos, muriendo de verdad, sin que ella bañara sus ojos en lágrimas ni reflexionara a caso sobre el dolor o la inclemencia de la muerte, como quien se acostumbra a la vida, ella se acostumbró a la muerte sin ser si quiera consciente de ello, y sin parecer importarle lo más mínimo, salvando algo que ya no valora, porque perdió todo su significado.


-¿Sabe cómo se llama?- pregunta dócil apuntándole con una linternita a los ojos.


-Claro que lo sé.- Brusco


-Bien dígame su nombre


-Me llamo Román, señor de Castro, para gente como usted.


-Está bien, señor de Castro, ¿recuerda lo que le ha pasado?- Pregunta, pero no la enfermera esta vez, sino Carmen, su olor, tan solo su voz al principio, su cuerpo y su cara finalmente, acusadores.


-¿Cómo te atreves a desafiarme?- Espeta.- Creí que te habías ido para siempre.


-Señor tranquilí...- Su respuesta se corta en una bofetada propinada por Román, y ella se aparta asustada, ofendida, como el amo mordido por a quien da de comer.


Román se levanta con brío, como un perro y la aparta de su camino hacia la puerta cogiendo las ropas puestas con cuidado en una silla, huye al exterior rápidamente.


Ella llora sin comprender y posa la mano en su mejilla inconscientemente.


Román se arranca la parte de arriba del pijama al pisar la calle y vuelve a ponerse su camisa, que apesta a alcohol, y en cierto modo esto le reconforta, y le ayuda a olvida el olor de su casa cuando su mujer estaba aun allí, el olor de antes de marcharse dejándole igual que había hecho Sofía.


Y volvió a vagar desorientado por esas calles desconocidas que tan bien le conocían a él siguiendo instintivamente el ladrido de unos perros a lo lejos. Tardó unos 15 minutos en llegar a la perrera municipal y se detuvo frente a las jaulas al aire libre en los suburbios, sacó la navaja del bolsillo, que ahora más lúcido recordó que tenía y se cortó un trozo de la carne de barriga para tirárselo a los perros, estos hambrientos y posiblemente mal alimentados lo comieron con avidez. Gritó de dolor al hacerlo, los perros gruñeron y ladraron al olor de la sangre.


Llamó a un perro grande a acercarse a la verja, le acarició la cabeza y el perro lamió la herida de su brazo, tal vez con intención sanadora, Román hundió la navaja en su cuerpo fibroso y la movió a ambos lados hasta que dejó de retorcerse, chupó la sangre de la navaja para limpiarla, para comer algo tal vez, y huyó temeroso de que alguien le encontrara.



Malditos perros, escoria de la sociedad, otros chupópteros, estos sin siquiera ocultarlo, era difícil ver perros tirados en la calle, como el que le atacó anoche, sin embargo los mendigos dormían al raso, su vecina bajaba comida a los gatos callejeros y al aparecer un mendigo en el tren todos agachaban la cabeza avergonzados e incapaces de dar limosna, y es que la limosna es una de las peores ofensas que se puede hacer a un hombre honrado, y tal vez en un pequeño instinto de filantropía era la omisión la mejor manera de prestar ayuda, para que aprendiesen que el mundo hay que comérselo, hay que ser el más fuerte, para que no te quiten tu pequeño pedazo de paz, ese que te corresponde por el hecho de estar vivo, y hoy parecía ser él, el único apartado de toda moral, el único que podía, sin embargo, poner orden en el mundo, por ello su pequeño acto filantrópico de hoy había sido matar dos inmundas bocas que ya nunca más debieran ser alimentadas, tal vez su obra pudiera ser continuada, llevada más allá, para la redención de un alma que no existía, por un Dios que nunca le quiso, y fue entonces cuando sintió todo el peso del ridículo caer sobre él, ¿para qué recobrar ese orden? Para que un Dios que nunca le quiso se jactara del el efecto que sobre él tenía su inexistencia, su divina moral, ahora estaba sucio, igual que todos aquellos que alguna vez habían creído serían capaces de arreglar el mundo, de poner orden en las cosas, porque aparte de ser mentira, no está bien, al fin y al cabo ¿por qué iba a estarlo? ¿Por esa extraña obsesión de hacer felices a los demás?, ¡Oh Dios mío! El hedonismo pasó de moda hace muchos años, todo el mundo sabe que el sentido de la vida no es hacer feliz a los demás, ni siquiera a ti mismo, eso no es más que el placebo del que nos alimentamos para seguir levantándonos cada mañana, esa bonita mentira consoladora que nos hace confundir las pequeñas euforias con la felicidad, y esta es absolutamente prescindible, absolutamente secundaria e innecesaria, tal vez el sentido de la vida era simplemente darse cuenta de esto, sin embargo no lo creía, ya que no se sentía dispuesto a morir. Tal vez el simple sentido era errar siempre, en las preguntas, y en las respuestas sobre todo, para poder seguir preguntándoselo, para seguir buscando esas verdades que nunca llegaban, para vivir, y es que esa es nuestra gran miseria “que hay que vivir”… Tal vez ese no fuera el sentido, tal vez no existiera tal cosa y fuera solamente otra de esas verdades que todos aceptamos para seguir, para nada, porque “hay que vivir”. Ya lo decían los sabios.


¿Hay que hacerlo?, aunque aun no entiendo para qué, tal vez por ello viva, para poder descubrirlo.



Y en no entender es donde se encontraba su mayor cordura, esa por la cual superaba a todos los demás, esa que le hacía más humano que a ninguno de los otros, más real al menos, más sincero consigo mismo tal vez.



A lo lejos alguien ladra, aquí cerca: alguien ríe…


“Un elefante se balanceaba sobre la tela de una araña…”


Y eran las lágrimas esta vez las que se balanceaban arañando su cara.



Oph**

4 comentarios:

  1. No quiero ser pesado, pero mola un huevo como escribes ^^

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  2. Puedes comentar todas las veces que quieras porque casi nadie más lo hace, así que muchas gracias :D

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  3. Al principio he pensado k habias cogido un texto y lo habias puesto para luego comentarlo xD dios es genial pareces una profesional con carrera ya hecha!!!

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  4. jajaja gracias, me vais a sacar los colores :)

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