viernes, 8 de abril de 2016

Extrañar la cama.

Arrancarse la piel
como quien se arranca las sanguijuelas
que trata de proteger pero en realidad solo esconde
que tratan de curar pero en realidad solo hieren.
Descubrirse a solas con la luz rojiza de una lámpara de noche
abrir los ojos en el mismo lugar de la cama
del mismo lado del mundo
sin saberse dónde
sin querer-e-se como.

Extrañar la cama
extrañar dije, que no es echar de menos,
es más bien sentirse extraña.
No encontrar nada al arrancar la sanguijuela
observar la herida
ver verterse la sangre y no doler si quiera.
Levantar la piel para mirarla a trasluz
acá dicen que su color guarda identidad
pero mi dermis se hace toda transparente
dedo acusador que me señalaría si pudiera,
y que gigantesco y sensible, como en mi homúnculo
solo me mancha los papeles.
Y la sanguijuela se retuerce y muere
con toda mi sangre en las tripas,
dejándome a solas con la piel,
envejecida antes de hacerse tiras.

Extrañar el piso,
extrañar, que es no echar a faltar,
que es más bien sentirse alienada.
No de donde se habita, que esa es siempre la piel,
sino de una misma, que esa a veces cambia.
Poco a poco, átomo a átomo
se sabe que desde hace meses no me queda nada de lo que me traje
que me he construido de átomos extraños
de átomos locales,
hecha extranjera.
Suerte que los átomos no acusan,
suerte que los átomos no entienden.

Entendernos entre extraños
a la luz de una lámpara de noche
que atraviesa la piel transparente
hasta la carne rojiza,
que recuerda lo volátil de la identidad,
el daño de la cura,
iluminando todos mis vacíos
que ellos si me señalan y acusan
mientras extraño más que el daño, la cama o el piso
a un yo aún extranjero,

a un parásito que aún dolía. 

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