martes, 20 de diciembre de 2011

Aleph



Una cálida luz rosácea bañaba mi calle hasta prácticamente inundarla en un tierno amanecer, casi tanto como habría sido harmoniosa la caricia rosa de Juan Ramón Jiménez, casi tan tímida como la pálida luz de la mañana, que relevándola coronaba el día y era su despertar más cansino que furioso, más impetuoso que vago; pero es que así eran las más bellas mañanas de invierno que sus ojos hubieran visto nunca.

Reflejaban todas y cada una de las partes de la escena la luz, como un vertiginoso y desafiante caleidoscopio de formas y colores. Una densa bruma se sumía sobre su corriente de pensamientos y los condensaba hilvanándolos sin ningún sentido, haciendo que de la unidad y coherencia no naciera sino una terrible confusión, que al olvido de toda creencia llevaba.

Así fue, la ventana que para ella se abrió, un frío y húmedo día de invierno, aquella de la que ya había oído hablar, aquella de la que otros más grandes ya habían versado, aquello que habían acabado por llamar “el aleph”.

Y así vio las “travesuras de una niña mala” a la que algún desquiciado había tenido la suerte de darle un látigo, sonrío un cisne patoso y vio llorar a un mago, aun en un mundo maravilloso en una ciudad, en la que se perdió a los perros, vio payasos y criaturas extrañas, inimaginables que no hacían sino ajustarse a su propia idea de la perfección y la adecuación, se desconcertó del todo y es que no estaba “el paraíso en la otra esquina” y tuvo que dejar de conformarse con “la luna de enfrente”, pasaron todos, y se fueron, como si para su divertimento allí se hallaran, alocada mente la suya, que se atreve a evocar tal idea.

Y vio “ficciones” del mismo “libro de sueños salidas” y se emocionó aun sin comprender nada en absoluto, pareció aprehenderlo todo y por fin, deslumbrada, aplaudir.
Tal vez fuera para cada alma el aleph algo distitno, tal vez por ello no se ajustaba a la descripción, más allá de por contenerlo todo y ser un caótico e inexplicable sueño, como si de una obra de arte ya preestablecida se tratara.

Y entonces sonrió, al saber que no hace falta más que un simple titubeo para volver a nacer.

Gracias. Masculló, y con una última mirada pestañeó y la dejó caer a sus pies, que ya huían hacia la próxima aventura.

Oph**

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