jueves, 6 de enero de 2011

Emilita.


Emilita tenía los ojos tristes, “en vez de aceituna, niña de luna” y cantaba canciones folclóricas, desgarradas, al más puro estilo lorquiano, de pasión, furia e impotencia (como diría Inclán), por “intentar arañar la luna, y solo arañarse el corazón”, para tratar de silenciar o camuflar el sonido del bote que iba contra todo chocando, y de ese modo desgastaba su voz, sin más sentido que el acallar ese sonido en su cabeza.

Y llevaba los zapatos de madera, para ir limando los sabañones al paso, y papel de periódico bajo las medias, para guardar el calor, y las noticias malas, que no sabía leer, pero sabía que había más malas que buenas, porque la estadística se rige por el beneficio, y el beneficio por el morbo y las hay que siempre han sido de refranes, y es que mal de muchos, consuelo de tontos, y eso, que era tonta, era una de las pocas cosas que hoy sabía con certeza absoluta
Y era por el morbo, que madre siempre le decía que cortara sus pechos y los exhibiera en vitrina de pastelería, para que salivaran de dulces los caballeros, y las bolleras trabajaran con ellos, y así tal vez no tuviera que morirse de hambre, pero Emilita tenía miedo, porque nunca antes había cortado un pecho, y no sabía bien cómo hacerlo y no sabía si de salir bien era un negocio seguro, que nunca se sabe, en estos tiempos que corren.

Emilita dormía por los días, para pasar menos frío por las noches, y de tanto soñar a deshora se había olvidado de soñar correctamente y por ello, a veces ahora soñaba en hebreo, y como Emilita no hablaba hebreo no podía entenderse con sus propios sueños y por la noche, al despertar era como si no hubiera dormido nada. Sentía el músculo ciliar desgastado de tanto escudriñar la noche; y de decir las cosas a destiempo y comer a deshora se le había atolondrado la faringe, como madre dijo que ocurriría.

Y daba, Emilita, muchos traspiés, que se le enganchaban los zuecos con la cinta del bote y de todos es bien sabido que la madera de roble es poco flexible, pero duradera, y práctica, que los callos los libran de astillas y en un par de meses se los cambian en la calle de la esquina y nada pagaba por ellos.

Emilita nunca tuvo oficio ni beneficio, como padre dijo que nunca tendría, por ello vendió a Ramoncín nada más fuera este un “emigrante, de su útero al mundo”, y cada noche en el albor, desdentada, daba las gracias al viento por habérselo quedado, y por ello sonreía y daba vueltas hasta caer rendida entre los surcos de las baldosas, esos que están llenos de cocodrilos, y da las gracias al mundo, por ser como es, y al viento, por mimarla y acariciarla como lo hace a pesar de tonta y fea que está.

Y ahí, caída, es donde espera que empiece a llover, y que como lluvia ácida esta disuelva su sonrisa y su ánimo y sus sueños que de un tiempo a esta parte no entiende, como tampoco entiende la lluvia, cayendo gravitacional y perfecta sobre su pelo enmarañado sin perder su brillo al contacto, y es que es de las cosas más bonitas que ha visto nunca, y es que sus lágrimas hace tiempo se tornaron tierra, y ella se tornó polvo.

Oph**

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