domingo, 19 de septiembre de 2010

XV. Catarsis.



Quema, quema en la garganta el aire al entrar de nuevo a borbotones tras mucho tiempo estático en ella, y fuera de ésta todo es barullo, ruido para las imágenes, entre el que no se distinguen sonidos ni fotogramas definidos, prisas ni agitación ni nervios, sentimientos entre los que solo se ve el miedo, y la aprehensión, y de sabores, entre los sentidos atrofiados que solo distinguen el amargo del sueño, ese sabor que sea cual sea la situación siempre podemos encontrar sin esfuerzo, que siempre aparece al despertar, y que parece encontrarnos a nosotros, sin intencionalidad ni esfuerzo, mientras que debemos esforzarnos por darle cabida a otros, como si lo peor siempre fuera lo más fácil, tal vez porque esta es la causa de su maldad, el nada exigirnos, el aparecer cristalino a la claridad del día, tras la soledad de la noche, al aparecer cuando algo parece que distinguimos y cuando finalmente dilucidamos cierta verdad.
Y así despierta en una realidad que le es ajena, en la que la claridad de los colores le deslumbra y la lentitud de los movimientos que se entrecortan y superponen le marean, una claridad en la que ya no puede él escoger nada, en la que se ve de nuevo abocado a permanecer hierático, sin ser capaz de comprenderla, de abstraerla, una realidad que ni tan siquiera puede percibir, que le produce nauseas, y le ahoga con cada sutil cambio, al no poder asimilarlo, cada sutil cambio del que nadie le pide opinión y se sucede conforme a una lógica ilógica y externa, cada sutil cambio para el cual a nadie parece importarle su criterio.

Y todo a su alrededor son tubos trasparentes que le envuelven y rodean y aprisionan y son luces blancas y movimientos lindos como de estrellas límpidas, del cine, encerradas en un ballet donde pueden mostrar su talento solo bajo la presión del directo, del tiempo, y de ahí su nerviosismo, y su poco control de la situación y sus elegantes movimientos torpes. Y está también el sonido del teléfono esos que tantos ya nunca esperaban volver a escuchar, al menos para él, y la inseguridad de haber contado la historia, de que tal vez alguien haya tenido la suficiente bondad para querer escucharla, la suficiente intencionalidad como para haber querido leerla, el miedo de que realmente la haya entendido y el pavor a que esto no haya sido así y siga siendo el mismo incomprendido, la sorpresa que rebasa los límites de lo aceptable y acaba en llanto hasta la buena nueva de la vida, de la no muerte, si es que aun dudamos en llamar vida por su carácter sagrado a este tipo de existencia.
Y el fin del distanciamiento poético, la muerte del narrador, al morir su conciencia, al ser él mismo el que muere al despertar y por no ser lo que había sido, lo que había creído ser aun en su concepción más pesimista, y no ser nada en despierto y serlo todo en dormido, un dormido que no es sueño sino ser solo un inconsciente, pero que a este bastante se parece, un delirio tal vez fuera la palabra, una crisis, (otra más recuerda a su lado una voz tierna), gritan a lo lejos las voces chillonas, que nada entienden y todo quieren saber de este, y la luz busca la pupila huidiza y el labio seco pugna por salir del tubo, y un chasquido a lo lejos de algo que se rompe llena el suelo de cristales sin remedio que brillan y se retuercen por el estruendo asustados.

Quema, quema en la garganta el llanto ajeno que quisiéramos poder compartir, pero es que hemos sufrido tantas veces que la desgracia es palpable que nos hemos acostumbrado tanto a ella que ya nada importa y ya nada preocupa, que mejora, tanto mejor, o tanto peor si lo pensamos con detenimiento, que acabó el delirio y ahora debe vivir en este mundo del cruel devenir, debe de intentarlo al menos, por razones desconocidas, debe tratar de adaptarse a él lo más posible sin que a nadie la importe la posibilidad de ninguna otra cosa, sin que a nadie le parezca esto si quiera una alternativa, a causa de su poco entendimiento, de su poca gana de entenderlo, en realidad, tal vez por el simple miedo a planteárselo, para qué si al final es como todo acabará , porque un delirio nunca dura eternamente, ni aunque nosotros queramos que así sea, porque tal vez en cierto modo no sea más que un delirio de Dios, y es por ello que él vuelve una y otra vez, para dejar de atormentarse a sí mismo, para hacerlo de nuevas formas, para compartir ese tormento al menos, y descargar parte de su peso sobre los hombros de los que en su camino nos cruzamos.

Y quema la blancura de las sábanas bajo su piel amarilla y arrugada, amarillo ictérica, al igual que lo era su miedo en el delirio, al menos algo parece concretarse, algo que puede abstraer y que al menos pude producirle un sentimiento, de horror, algo que puede al menos hacerle una persona, una cierta identificación real, tan real que es más abstracta que cualquier otro de los estímulos que le sobrecogen. Y aprieta con fuerza el colchón mojado y de él emana el olor a rancio de su propio cuerpo, el olor de viejo y de triste, el olor a lágrimas y a locura, y el colchón se encoge bajo la presión de sus manos, haciéndole creer por un momento que puede llegar a tener cierto efecto sobre la realidad, que puede modificarla en cierto modo, que realmente se encuentra en esta, que no solo en sus delirios es un habitante del hábitat, que existe una realidad compartida en la que más son los que deciden y de la que él en cierto modo puede participar, como uno más, robándole esto toda su identidad su necesareidad, la contingencia de esta, toda su fuerza, su autenticidad y valor, al reducirle a uno más de un mundo infestado de seres iguales a su propio ser, sin ningún valor más allá de este, sin ninguna bondad, sin ser su vida sagrada en absoluto, y paradójicamente cuanto más lo es para él mismo al distanciarse de ellos y sus realidades, al ser más único y especial menos lo es para los otros, al entenderle menos, al serles más diferentes, y en cada pequeña de sus muertes, los otros ven recuperación, al alienarse en una realidad para la que no nació, que nunca entenderá y que no quiere entender, porque le reduce y convierte en contingente la suya propia, y sobre todo porque temen ser menos que él, a no poder asimilar esa incertidumbre como todos los que ellos llaman locos ya han hecho.

Y esto en realidad no conduce a nadie a la catarsis más que a sí mismo o a todos aquellos de entre ustedes que también sufran de locura, todos aquellos que quisieran sentirse especiales por ser diferentes al resto, por querer buscar un sentido a su vida, y por tratar de vivirla, sin que esta sea la que les viva a ustedes, tal vez si de entre los que intenten entender esta historia se encuentra alguno de los de esta clase también este sea conducido a la catarsis, tal vez esto no sea necesario y sea este loco uno aislado sin precedentes, y sea esta historia completamente innecesaria, y como el que crea un bonito dibujo para agradar a la vista yo haya creado esta bonita historia para agradar a la razón, a la mía propia al menos, haciéndola tan antiestética cómo es posible, para que nuestra razón pueda en ella deleitarse al encontrarse más bella, y por ello superior, igual que hacía el loco, igual que hacían todos los locos en ese infructuoso intento por encontrarle una divinidad a su vida, en ese infructuoso intento de todos los locos de morir antes de recobrar la cordura, para poder hacerlo en paz, para morir sin saber, sin temer nada, para morir de esa realidad que les es propia y les hace especiales y felices, sin ese amargo sabor de boca del despertar, si es que ese es el fin último de la vida, tal vez sea este el único camino para hallarlo, si es que no se trata de este, tal vez sea otro camino como cualquier otro, otro camino que nadie se debería de atrever a juzgar, o quizás sí, pero nunca más allá del suyo propio.

En este nuestro mundo, este del que Román huía en su delirae, en su salida del surco recto, la verdad se encuentra de parte de quien grita más fuerte, del populacho más enfurecido, y del menos reflexivo, de aquel que nada cree tener que cuestionarse, al tal vez creerse superior y especial al no sentir el miedo que le conduce a la catarsis y le lleva al razonamiento, al creerse superior por vencerlo y al haber perdido toda sensibilidad, para ser más fuerte, tal vez por no hacerla tenido nunca, o simplemente por nunca habérsela reconocido a sí mismo, y es por ello, la locura una característica atribuible a la mayor parte de la población, tanto si lo que quiere es dejar de ser populacho, como si lo que quiere es serlo más que nadie, porque ninguna de estas expectativas puede ser suficiente para los que esperamos más de la vida, para los que esperamos hacerla sagrada, y cualquier otra cosa no es aceptable para todos los demás.

Y quema, queman las agujas en su piel al hundirse y el nerviosismo externo, y como un favor último, quizás el único de su vida que su cuerpo nunca le hizo: le permitió dejar de respirar, y aunque no recuerde ni atisbe ni pueda imaginar lo que pasó los segundos posteriores, aquellos antes de la muerte fueron los de más paz.

Y quema su identidad al desprenderse de su cuerpo, en ese breve tiempo inconmensurable como lo es cada punto de inflexión y quema su alma al volatilizarse quemando al no tener si quiera el qué quemar, y quema y duele el perder ese referente unitario y vapuleado y utilitario, y así perderse sin saber quién es menos aun que lo sabía al pretenderse unitario y encontrado, perdido en la unidad, ahora se encuentra perdido en la inexistencia en el éter más figurado, en la ambigüedad. Y es que aun sin sentidos puede ver su cuerpo amarillo sobre la sábana blanca, y la voz estridente de la tragedia que resuena en sus oídos lejanos y que anuncia la hora de la muerte en voz queda y carente de emoción, siempre y cuando sigamos aceptando que una vez hubo vida y que no estamos más que en una nueva locura, tan loca y absurda como la anterior, tan grotesca y difuminada a sus sentidos como pudiera haberlo sido cualquier otra, con la única y nimia diferencia de que esta era para él solo, y que nunca estaría a juicio de ningún otro, ni siquiera al vuestro, que lo leéis porque nunca intentareis siquiera entenderlo al respetarlo como una realidad que os es ajena y sagrada, al temerla y saber que no es más que lo que vosotros no podeis alcanzar por el infundado temor a la muerte, por su profundo desconocimiento, por su carácter místico y sagrado, ese que otorgamos a todo lo que desconocemos sin parar a pensar ni tan si quiera que tal vez es simplemente nuestro entendimiento el que sea demasiado corto y no su carácter demasiado grande, o divino como para éste, reconociendo el valor de aquellos que lo hicieron y que sin embargo sabemos no por propia iniciativa ni con conocimiento de causa y superaron ese pequeño punto de inflexión y de tal vez, dolor, ese del que está teñido como todos los han estado siempre todos: de incertidumbre y de miedo.

Oph**

1 comentario:

  1. Este capítulo es conmovedor, ya queda poco para el gran final y promete terminar genial!

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