domingo, 17 de febrero de 2013

Esperar, 'espero'.


Así fue siempre su vida, como una estación de trenes, sin que dudara nunca de la legitimidad de su modo de devenir, siempre abarrotada de esperas, tristezas y prisas; en ese sentido, era el maquinista su mejor compañero, el tren su mejor remedio para una vida corta. 

Esperaba ansiosa la llegada del próximo tren sin destino, del primer tren sin pasajes, esperaba con tal traqueteo del tren inferior que hasta las vías golpeadas se acallaban acobardadas. Esperaba con la confianza que solo puede esperar el que no quiere nada en absoluto, el que aun no ha decidido si quiera que es lo que espera que deje de suceder. Soñaba con el maquinista que celéreo la acercaba al final de las vías y una vez allí debía despertar pues no había destino alguno, soñaba que en ese momento despertaba y aun esperaba en la estación, con un beso en los labios de un caballero con flor en la solapa, o de un poeta que apestara a alcohol, o con el deshamor propio de la olvidada. Esperaba que de esta segunda ensoñación despertara aun en la primera donde esperaba impaciente que no llegara el tren. 

De cuando en cuando iba de estación en estación para renovar las esperas, para actualizar las caras tristes y encontrar nuevas miradas vacías que llenaran sus horas, de esas que de tanto esperar hasta la ansiedad se les pasaba a sus coetaneos, no porque hubiera llegado eso que ansiaban, sino porque había llegado el tiempo de la espera. 

Cierta mañana, al ocaso de un cálido invierno supo, como por ensalmo, aun sin ser consciente de ello, que aquel apuesto maquinista, ulceroso y obscuro nunca podría llevarla a ninguna parte- por rápido, por lento que fuera el viaje- mientras ella siguiera ignorando a dónde conducían las vías. Mientras estas siguieran calladas a la espera de su voz. Y es que hubiera sido tan fácil como escoger destino, tan difícil como un billete de ida, como no tener billete de vuelta. 

Fue entonces, en una mugrienta estación a la que no había llegado, en la que no (la) esperaba nadie dejó de esperar. Que no es que al fin encontrara aquello que había estado buscando es simplemente que era de las esperas la única que tenía certeza de que llegaría, y por tanto la única que no esperaba, la única que aparecía con claridad en los deseos, en los miedos.

Así, tras intercambiar una última mirada perdida con el vacío, un último tamborileo de sus zapatos cansados y nerviosos se atusó por vez última el cabello y calló tendida entre las vías frente a un tren que la devoró sin esperar que el cuerpo, que allí nunca estuvo, fuera retirado. 

Pero eso ya lo sabían, los trenes no esperan, solo los esperamos nosotros. 

Oph*

domingo, 27 de enero de 2013

Let's get lost.





Se despertó desmadejado de entre sus sueños si poder entender qué le habría llevado a ese estado de anestesia, de inconsciencia, que por turbulentos que fueran los sueños ningún sentido tendría tildarlos de más agobiantes o vertiginosos que la vigilia. Por muy empapado en sudor que hubiera despertado, por fría que se encontrara la cama más allá de la silueta de su maltratado cuerpo. Por mucho que pudiera dolerle lo que le quedara de alma tras las primeras respiraciones, tras el primer pestañeo despistado, y es que el sueño en su tremebunda insistencia era capaz incluso de posponerse un poco una vez abiertos los ojos. Para que se hiciera más patente que había podido olvidarla durante unos instantes, que se había ido llevándose incluso su dolor, que le había dejado sin alma, y tal vez sin cuerpo. Que había sucumbido y era su fisiología más fuerte que cualquier otra cosa, que no era la náusea tan profunda después del descanso; que se estaba curando, y una vez lo hubiera hecho, no le quedaría nada de ella, no lo quedaría ni si quiera su dolor sordo para acompañar la soledad, ni si quiera la tristeza, ni el ahogo, ni el sudor, ya ni siquiera tenía las noches en vela de lágrimas y frío. Incluso eso había conseguido arrebatarle el cuerpo, sin importarle ya lo que quedara de alma. Por segunda vez, esta vez el suyo propio.

Lo único que puede reprochársele a los muertos es eso que se llevan al irse, es por lo único que puede exigirse su vuelta, para obtener ese pedazo de alma herida que sin previo aviso nos hurtaron.

Aun así cerró los ojos, tan solo por un instante más, para que una vez sin cuerpo no quedara alma alguna. 



Oph*

martes, 22 de enero de 2013

Al alba.




Hacía tiempo que no viajaba sola, como si de la compañía se llegara antes, y si bien no es así probablemente llegue más lejos, por importante que sea la soledad y rígidas las vías de este tren del que rara vez salgo. Pero hoy voy sola en el traqueteo de una mañana púrpura que se entremezcla con el azul de los que solos me acompañan, y ya que el azul utilizo no debería importarme añadir que estos y mi reflejo despeinado son aquellos que me impelen a interrumpir lo único que me acompaña – aun así me escuece - para rendirme a la soledad de mis propias letras, que no pueden si quiera ser tal, y siento que en algún punto comparto contigo.

He oído decir, -o tal vez solo he leído- que no hay momento más triste para el alma que el de las dos luces, sin embargo por vespertina que sea, me es el de las del alba más inspirador; como un daguerrotipo a la espera del color, como un enamorado de la psicodelia sordo al color, o ciego a las estridencias, por exageradas, o por violentas. Y es que es eso y no otra cosa el alba por comparación al crepúsculo. El momento de la metamorfosis del que irremediablemente llegará tarde, la angustia del escarabajo, el sudor del espejo temeroso del contagio.

Sin embargo no genera esto en mi la mañana, tampoco lo hace la tarde, debe ser todo una distorsión del ánima que el ánimo ha acabado por trastocarme, pero de un tiempo a esta parte sólo a las luces pálidas y desleídas puedo callarme las miserias, que por no ser tal no merecen ese título que una vez más desmerece a quien lo enarbola con enjundia, como etiqueta descontextualizada, aunque así las sienta.

Aún así plaño esta noche, aunque impelida por esa alba, que “lo malo del tiempo es que cura las heridas, y lo bueno de los besos es que crean adicción”, así que déjense de tanta espera a la sanación, a la remisión espontánea, que mucho dice esta de la sinceridad de nuestro dolor, de la escasez de nuestras miserias - que embotan más el alama y el entendimiento que su presencia, sin ser estas nunca deseables - como mucho tendría que decir Zweig de la pureza de nuestra alma, y acompañen, que “hay veces que no se puede curar, pero sí se puede acompañar, y eso es tan importante como curar” con besos y si no tienen nada mejor, con versos.

Oph*

viernes, 14 de diciembre de 2012

“El verdadero rostro” o del placer de perderse.


Al cabo, 



A ella la amó más que a ninguna a la que dejaba que gravitara su esencia en el resonar del piano, en la que se mezclaba con el sutil olor a perfume en el ambiente de lágrimas y alcohol, de dulzura y serenas sonrisas, la de las constelaciones por lunares, la retóricamente apasionada, la que solo hubiera podido conformarse con hacer el amor a besos, a versos, la de la despedida larga, la del amor corto.

A ella la amó más que a ninguna por el maravilloso desprecio que ella le profesaba, por el desapego explícito, por su violencia, por su sordidez. Por cómo podía ir y venir sobre él, sin que para ella tuviera la más mínima importancia, estratosférica y exagerada, extensiva sin pretenderlo, tal vez porque lo era, porque se fue sin decir adiós, sin haber si quiera dicho nunca “aquí estoy”. Tal vez porque fue la única que no lo quiso, o la única que ni tan siquiera lo intento.

A ella la amó más que a ninguna tal vez por ser la primera, por no haber aprendido aun a amar, a desquerer porque aun pudo entonces enamorarse en la inocencia, en cómo se le agitaba el ánimo, o de las últimas primeras veces, de las últimas y de la más malquerida, de la única que tuvo que olvidarlo todo.

A ella la amó más que a ninguna por quererla por querer, tal vez por no quererla en absoluto, por no hacerlo más que una noche, más que en profusa compañía, tal vez porque amaba su libertad, su desespero y entrega, sus flores en el pelo a ella que era como un verano cálido y eterno, como la risa del mar, el restallar de las olas, que aun al amanecer seguía sin tener un nombre pero seguía sin perder la alegría.  

A ella la amó más que a ninguna. A la que amo lento y pausado, a la que amó más prolongado, a la de a lo largo de los años, a la que colmó con rosas, a la que lo llenó de atenciones y caricias. A la que más cuidó, a la buena esposa, a la amante entregada y sumisa a la que pudo ir dejando de querer poco a poco y sin resignación, a la que fue dejando de querer, con infinita paciencia. 

 A ella la amó más que a ninguna.

¿O no?

 Y es que él lo quería todo ahora, todo para siempre, todo lo había querido nunca: una vida rápida y una muerte joven, una vejez reposada y dichosa, una amarga soledad, una plena compañía, la deliciosa locura, la lacerante cordura.

Había querido siempre ayudar, ser necesario y contingente del resto, pero cierto gusto por la tragedia no parecía hacerle feliz tampoco cuando su dicha era tal que todo podía darlo. Quería haberlas amado a todas, pero solo a ella la amó más que a ninguna, todo quería haberlo sido, pero tuvo que conformarse con ser él por encima de todo, por serlo, por serlos todos, existiendo siempre donde estuviera, pero estando siempre en su existencia.

Vaya descalabro recitar así como lo hacen todos (vaya huachafería, no hacerlo) sobre la propia vida, sobre las propias mujeres, sobre el propio yo con el desprecio y la simplificación con que solo puede hablarse de otros, con la alienación  de las pasiones, con la trashumancia de los cuerpos (de las cabezas) que aparecen prestos, maniqueos y en que cualquiera lo es todo en un instante y nada toda la vida si realmente quiere serlo, que se puede ser más en un pedazo de papel que en un año de amor, todo depende del cristal, del apuro.

Ahora bien, ha llegado el momento de la retrospectiva, y como siempre me ocurre, por partida doble, váyanse a imaginar el pálpito, la amargura que de pronto me inunda, a cuántos de esos invertebrados e inexistentes seres de esta nuestra España tendré que aguantar ahora, cuántos toleraré sin romperme, sin revelarme y gritar, con el rostro empapado en rabia y pasiones. Cuántas vidas de arquetipos, cuántos sueños universalizados, cuantos sueños compartidos, prestados, regalados, comprados.

Que no quieras, tan solo, todo serlo, que ahogo, qué desdicha. Has escogido, lo sé, lo sé aunque no me mires, aunque no me lo digas.
Has escogido y ahora solo puedes ahogarte o respirar de entre las aguas. En la autocracia de la seguridad, en la dictadura de la incertidumbre.

-¿Quién eres?
-Pues mire usted, ni lo sé, ni quiero saberlo. –

Que no es que no me importe, es que quiero serlo todo, yo, usted y el de más allá, y si va a conformarse con menos, allá usted con su conciencia, allá con su identidad, con su finitud.
Y bueno, no vaya a ser ahora tan hipócrita de preguntar cómo estoy, que cualquiera mínimamente atento ya debería saber la respuesta.

Aunque haya sido con prisas, con pausas.

Oph*

martes, 4 de diciembre de 2012

"Travesuras"

A la espera...




-¿Y era ella mala?
-Con todas sus fuerzas.
-¿Cómo era eso?, peruanito.
-Verás, la chilenita era mala hasta decir basta, hasta saber que lo era.
-Váyase usté a saber. Así habría definido yo la bondad.
-Tal vez por eso la amo tanto.
-Qué raros son allá en el Perú.

-Qué muertos que están ustedes-

lunes, 19 de noviembre de 2012

Militia est vita hominis super terra.






Si Dulcinea pudiera decir, y téngase en mente que tanto o tan poco pudiere como cualquiera de vuesas mercedes, estoy segura que aun en su espíritu virtuoso y noble no diría sino estruendosa carcajada apuntando a todos aquellos que de su existencia se burlan sin conocer la naturaleza de la suya misma, o más bien, la de aquellos que se jactan de conocer. ¡Vive Dios!,  que de esta nada difieren y que es sólo loco aquel que no sea capaz de representarse como contingente su propia experiencia.

Tiene por ello gracia que justamente tú te empeñes en llamarme Dulcinea, tú que nada pareces saber de mí, porque si lo supieras no hubieras escogido este apelativo, y por ello mismo no puede haber sido más acertado.

“En cada error hay una realidad que por serlo es cierta”.

Claro que soy consciente de que pongo a Cervantes y al lector por inexistentes, pero temo que si los añado queden ustedes más confundidos, y yo más inexistente. No quiero ni pensar qué ocurriría si como para todos existiera también para ella un Lofraso cualquiera. 

No se atrevan a pensar por esta humilde elipsis que a tanto llega mi inocencia, solo trato de hacerme compresible, para ahorrarles trabajo, que ya no aspiro a comprensión alguna.

A compartir, tal vez a eso aún aspiro, pero no a que me compartas, claro, a que te compartas, únicamente conmigo, sin yo compartirte con nadie, que de tanto compartir acabarías por romperte y si bien eso no me gustaría, temo aun más desaparecer yo de tanto vaivén, o perder alguno de los pedazos ya comprimidos, alguno de esos aun por comprender.

Aunque alguien se pierda, por si nadie se encuentra.

"Vivirás mientras alguien vea y sienta
Y esto pueda vivir y te dé vida."

Oph*

martes, 6 de noviembre de 2012

Por ensalmo y descuido.




Una serenidad inflamada, un suspiro anóxico, unos pulmones que al contacto con el oxígeno arden en busca de una ausencia, porque ya te has ido y ni siquiera puedo recordar claramente que estuviste, que tal vez hubieras estado, cerca o lejos ya no importa, simplemente que exististe. Como si de un tiempo a esta parte te fueras, como si de silencios te perdieras, tal vez eras uno de esos seres que necesita de una eternidad para quedarse, una de esas almas ansiosas y volubles, como si de un ser no autoconsciente trataras, una que del pensar de otros necesitara para existir, para ser, cual obra sin proyecto, sin nombre más que el que tal vez saliera de mis labios y aun ahora ya voy notando cómo me canso al tratar de recordar lo que nunca existió, lo que nunca fue por entero e independiente, lo que nunca pudo estar construido por sí solo, más allá de mi propia construcción de lo mismo y es que tan siquiera puedo pensarte sin tener que inventarte y ni tan siquiera esta invención puedo cuidar, esta que dudoso esfuerzo supone, y terrible daño ejerce por disonancia, por traición, cómo cuidar entonces de tu débil y quebradizo espíritu, que a cada paso debía reconstruir, cómo acercarte, cómo haberte siquiera alejado cuando no eras sino lo que por mí existías.

¿Cómo, nostalgia inmanente?

Oph*