viernes, 14 de diciembre de 2012

“El verdadero rostro” o del placer de perderse.


Al cabo, 



A ella la amó más que a ninguna a la que dejaba que gravitara su esencia en el resonar del piano, en la que se mezclaba con el sutil olor a perfume en el ambiente de lágrimas y alcohol, de dulzura y serenas sonrisas, la de las constelaciones por lunares, la retóricamente apasionada, la que solo hubiera podido conformarse con hacer el amor a besos, a versos, la de la despedida larga, la del amor corto.

A ella la amó más que a ninguna por el maravilloso desprecio que ella le profesaba, por el desapego explícito, por su violencia, por su sordidez. Por cómo podía ir y venir sobre él, sin que para ella tuviera la más mínima importancia, estratosférica y exagerada, extensiva sin pretenderlo, tal vez porque lo era, porque se fue sin decir adiós, sin haber si quiera dicho nunca “aquí estoy”. Tal vez porque fue la única que no lo quiso, o la única que ni tan siquiera lo intento.

A ella la amó más que a ninguna tal vez por ser la primera, por no haber aprendido aun a amar, a desquerer porque aun pudo entonces enamorarse en la inocencia, en cómo se le agitaba el ánimo, o de las últimas primeras veces, de las últimas y de la más malquerida, de la única que tuvo que olvidarlo todo.

A ella la amó más que a ninguna por quererla por querer, tal vez por no quererla en absoluto, por no hacerlo más que una noche, más que en profusa compañía, tal vez porque amaba su libertad, su desespero y entrega, sus flores en el pelo a ella que era como un verano cálido y eterno, como la risa del mar, el restallar de las olas, que aun al amanecer seguía sin tener un nombre pero seguía sin perder la alegría.  

A ella la amó más que a ninguna. A la que amo lento y pausado, a la que amó más prolongado, a la de a lo largo de los años, a la que colmó con rosas, a la que lo llenó de atenciones y caricias. A la que más cuidó, a la buena esposa, a la amante entregada y sumisa a la que pudo ir dejando de querer poco a poco y sin resignación, a la que fue dejando de querer, con infinita paciencia. 

 A ella la amó más que a ninguna.

¿O no?

 Y es que él lo quería todo ahora, todo para siempre, todo lo había querido nunca: una vida rápida y una muerte joven, una vejez reposada y dichosa, una amarga soledad, una plena compañía, la deliciosa locura, la lacerante cordura.

Había querido siempre ayudar, ser necesario y contingente del resto, pero cierto gusto por la tragedia no parecía hacerle feliz tampoco cuando su dicha era tal que todo podía darlo. Quería haberlas amado a todas, pero solo a ella la amó más que a ninguna, todo quería haberlo sido, pero tuvo que conformarse con ser él por encima de todo, por serlo, por serlos todos, existiendo siempre donde estuviera, pero estando siempre en su existencia.

Vaya descalabro recitar así como lo hacen todos (vaya huachafería, no hacerlo) sobre la propia vida, sobre las propias mujeres, sobre el propio yo con el desprecio y la simplificación con que solo puede hablarse de otros, con la alienación  de las pasiones, con la trashumancia de los cuerpos (de las cabezas) que aparecen prestos, maniqueos y en que cualquiera lo es todo en un instante y nada toda la vida si realmente quiere serlo, que se puede ser más en un pedazo de papel que en un año de amor, todo depende del cristal, del apuro.

Ahora bien, ha llegado el momento de la retrospectiva, y como siempre me ocurre, por partida doble, váyanse a imaginar el pálpito, la amargura que de pronto me inunda, a cuántos de esos invertebrados e inexistentes seres de esta nuestra España tendré que aguantar ahora, cuántos toleraré sin romperme, sin revelarme y gritar, con el rostro empapado en rabia y pasiones. Cuántas vidas de arquetipos, cuántos sueños universalizados, cuantos sueños compartidos, prestados, regalados, comprados.

Que no quieras, tan solo, todo serlo, que ahogo, qué desdicha. Has escogido, lo sé, lo sé aunque no me mires, aunque no me lo digas.
Has escogido y ahora solo puedes ahogarte o respirar de entre las aguas. En la autocracia de la seguridad, en la dictadura de la incertidumbre.

-¿Quién eres?
-Pues mire usted, ni lo sé, ni quiero saberlo. –

Que no es que no me importe, es que quiero serlo todo, yo, usted y el de más allá, y si va a conformarse con menos, allá usted con su conciencia, allá con su identidad, con su finitud.
Y bueno, no vaya a ser ahora tan hipócrita de preguntar cómo estoy, que cualquiera mínimamente atento ya debería saber la respuesta.

Aunque haya sido con prisas, con pausas.

Oph*

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