viernes, 24 de marzo de 2017

Recuerdos de mi vieja infancia.

A mis 24 años la única consideración justa para mis recuerdos de infancia es, sin duda: la de vieja.
Mi infancia, mal empaquetada en algún lugar de mi lóbulo temporal, sin saber ella si quiera dónde empieza o termina, debe poder resumirse en dos recuerdos y medio, manojo que ni si quiera se sabe cierto, y tres cambios de caligrafía.
El recuerdo mohoso de los sándwiches de jamón y queso -sin jamón-, la quemadura de una sandwichera en el dedo corazón o el olor abierto y rítmico del gimnasio, desprenden un odio profuso al saberse adolescentes. También, el leer escritores que se entretienen en detalles tan absurdos como floridos, sin duda inventados, de su realmente olvidada infancia.
Aunque la infancia se recuerda feliz, los únicos recuerdos de seguro verídicos son siempre de vergüenza, frustración, pena. Siempre los primeros, los más viejos. Esos son los únicos, fácilmente distinguibles de las historias derramadas sobre una copa de vino hecha añicos o un mantel a medio usar.
Estas evocaciones tradicionales de recuerdos falsos, que ya forman parte del acervo familiar, sólo pueden claramente separarse de un llorar la inocencia y la mentira sobre una tortilla de patatas, que aliada con la amígdala se hace bola, como la bola de calcetines sucios temiendo ser descubierto al fondo de unas botas de montaña, la picazón de un par de tortazos no merecidos y que de rascar y rascar se llevaron el dibujo del vaso predilecto, una Blancanieves bailarina, para poder lidiar con el grito y otras regañinas de mala niña.
El resto de recuerdos, los felices, además de inciertos -tal vez por entero inventados- no pertenecen a la vieja infancia. Permanecen siempre jóvenes en estáticos retratos, en narraciones romances, a las que es sencillo poner voz e incluso olor. Es su juventud y frescura reverdecida en el moho del lóbulo temporal, que se alinea autobiográficamente impidiendo un envejecimiento vilmente prematuro, en la sordidez de una realidad tan senil, como arrugada.

Por lo demás no existe nada de interesante en mi prematura vejez, un par de canas en racimos, como los recuerdos, y tal vez alguna que otra ojera, algún que otro desvelo, desvelo de mi vieja, mi niñez.

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