Arrancarse la piel
como quien se arranca las
sanguijuelas
que trata de proteger
pero en realidad solo esconde
que tratan de curar pero
en realidad solo hieren.
Descubrirse a solas con
la luz rojiza de una lámpara de noche
abrir los ojos en el
mismo lugar de la cama
del mismo lado del mundo
sin saberse dónde
sin querer-e-se como.
Extrañar la cama
extrañar dije, que no es echar
de menos,
es más bien sentirse
extraña.
No encontrar nada al
arrancar la sanguijuela
observar la herida
ver verterse la sangre y
no doler si quiera.
Levantar la piel para
mirarla a trasluz
acá dicen que su color
guarda identidad
pero mi dermis se hace
toda transparente
dedo acusador que me
señalaría si pudiera,
y que gigantesco y
sensible, como en mi homúnculo
solo me mancha los
papeles.
Y la sanguijuela se
retuerce y muere
con toda mi sangre en las
tripas,
dejándome a solas con la
piel,
envejecida antes de
hacerse tiras.
Extrañar el piso,
extrañar, que es no echar
a faltar,
que es más bien sentirse
alienada.
No de donde se habita,
que esa es siempre la piel,
sino de una misma, que
esa a veces cambia.
Poco a poco, átomo a
átomo
se sabe que desde hace
meses no me queda nada de lo que me traje
que me he construido de
átomos extraños
de átomos locales,
hecha extranjera.
Suerte que los átomos no
acusan,
suerte que los átomos no
entienden.
Entendernos entre
extraños
a la luz de una lámpara
de noche
que atraviesa la piel
transparente
hasta la carne rojiza,
que recuerda lo volátil
de la identidad,
el daño de la cura,
iluminando todos mis
vacíos
que ellos si me señalan y
acusan
mientras extraño más que
el daño, la cama o el piso
a un yo aún extranjero,
a un parásito que aún
dolía.