Dios no ha muerto.
Lo matamos hace tiempo,
no nos hizo falta el superhombre
ni Zaratustra,
ni el ermitaño.
Lo hemos matado de a pocos,
unas pocas mujeres molientes,
unos pocos hombres corrientes.
Que destruyeron la naturaleza
al punto de que no queda si quiera posibilidad de ermitaño que venga a iluminar,
que trascendieron al destruir,
que testigos de la ausencia de rabia divina
vieron que era bueno,
y al séptimo día descansaron.
Y el Viernes fueron a escuchar jutba,
y el Sabbat descansaron,
y el Domingo comulgaron.
Sin verse las manos llenas de sangre,
porque estaban llenas de oraciones y de reglas.
Y los ojos llenos de luz artificial,
y los sesos de metal,
y las bocas de ganado,
y la tierra de plástico,
y el plástico de peces,
y los peces de dioses.
Y escucharon a los profetas,
y esperaron a los mesías,
y alabaron hasta a los muertos.
Mirando hacia arriba,
sin verse las manos,
ni mirar a la tierra.
Sin olerse el pudrir,
ni sentir el escozor,
sin ser.
Mirando hacia dentro,
bebiendo de la distorsión perceptiva,
como hasta los animales beben la distorsión humana,
y las plantas crecen hasta en el asfalto,
Y nosotros no crecemos nada,
por mucho que aumentemos
Solo nos crecen hongos y los arrancamos,
virus y los matamos.
Bacterias,
y las envasamos.
Porque seguimos mirando desde cerca,
con una distorsión,
una de cerca que no ve,
pero cerca.
Que tal vez no tenga salida.
Y que no nos importa,
mientras no se escape el ganado,
mientras no se lo coman los lobos.
Y en la tumba
se revuelve Dios
y nosotros
ni nos lavamos las manos.
Oph.
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