“Las
verdes ideas incoloras duermen furiosamente”
Noam
Chomsky.
Se contaba una
historia terrible y apoteósica en los manuscritos calcinados de Alejandría, que
hoy ya está perdida irremediablemente en mi memoria aturullada, que a tanto
nuevo conocimiento se ha visto expuesta desde aquel dorado tiempo, que quedan
emborronadas las palabras por el humo y las cenizas. Así que no puedo
asegurarles que lo que estoy a punto de contar no sean los delirios de un viejo
loco en su postrer suspiro, pero sin ninguna duda sé que es para mi esta
historia tan cierta, como si yo mismo la hubiera vivido, y es que por alguna
razón he de recordar sus frutos, cuando incluso mi propio nombre he olvidado,
cuando alienado solo a ella quedo, y no recuerdo nada más, como de si una dama
de zapatitos de charol y lánguida mirada se tratara y es que tal vez sea por
esta palidez y fragilidad con la que la recuerdo, que no deja de resonar para
mi el perfume de su respiración, que no veo sino inscrito su sello en todo lo
hermoso que hoy miro.
Vivía muy
apartada de toda civilización tal vez inexistente por aquellos días, la llamada
a su muerte: “Ciudad de los filántropos” y reinaba en ella la extraña paz de la
inocencia. Bien separados se encontraban en ella el mundo, de la mente sin nada
que los uniera inextricablemente como hoy están, y qué decir sobre la
insalvable distancia de los otros, era esta una línea fina, pero clara, al
menos más claro tenían que nosotros dónde acababa el uno, dónde empezaba lo
otro. Si bien es cierto, que hubo alguna rivalidad no podía existir entre ellos
la maldad o la mentira y tampoco tenía cabida la pena, era por esto que se
llamaba así esta ciudad; pero a pesar de ello, era su castigo más grande que el
de todas las maldades hoy conocidas, era un castigo inconmensurable por un
pecado aun no cometido, era inaudito y aun hoy su mero recuerdo me hace temblar
de temor e incluso de ironía, y es que aunque no hubiera rastro de maldad
alguna tampoco habían conocido el amor, ni la sublimación del placer y la
pasión, llevaban consigo la penitencia de ser olvidados, de serlo incluso por
ellos mismos, y es que eran todo sombras y tormento, tímidos barruntos, los de
algunos que con algo de suerte daban una salida de lo más digna a su dolor.
¿Y eran humanos
con esta carencia de sensibilidades?, tal vez se pregunten ustedes, ¡Pues vaya
disparate! ¡Por supuesto que lo eran!, ¿o es que acaso se creen que somos menos
necios que aquellos que aunque a tientas atisbaban la fatalidad de la miseria?,
Váyanse ustedes a saber.
Existía, sin
embargo, en ellos una esperanza muda, un sueño inconcebible, a cada nueva luz,
a cada nuevo día. Así fue, que una noche lo escuchó por vez primera, y aun
desde lejos y atenuado supo que todo había cambiado, nunca hasta entonces había
escuchado nada parecido y el sonido trémulo y sencillo se acercó aun así a sus
oídos palpitantes, deseosos de escuchar más, aunque nada comprendieran.
Ese simple
sonido, casi cercano a un estertor mortal hizo que en la ciudad cundiera una
alegría rayana el pánico nervioso; y por primera vez en su vida, como por obra
divina fueron todos y cada uno de los habitantes del pueblo en contra de su
instinto, corriendo calle abajo en pos del frío y de la música que aun
retumbaba tenuemente en sus oídos. Incluso el viejo cascarrabias ya unido per
sé a su miserable existencia dejó caer su cuerpo lánguido hacia el arrecife del
que parecía provenir la nueva sustancia, el inexplicable olor, el cálido tacto.
Llegó el más
joven y cándido de los filántropos con el corazón revoloteándole en las
costillas, y el aliento ya extinguido y allí la vio, plantada y balbuciendo sin
dar crédito, ruborizada hasta las orejas, tal vez del esfuerzo de tan precioso
canto, o tal vez de la sorpresa y el aturdimiento que la embargaba; llegó el
justo a tiempo para evitar que se rompiera la crisma cuando por fin hasta las
piernas atónitas le fallaron y se le quebró la voz en un desmayo. ¡Qué hermoso
fue aquel instante!
No puede ser que
hayan vivido nunca, ni siquiera sido testigos de semejante agitación, de tan
dulce tortura, o de tan dichoso pánico.
Y como por
encanto, en poco tiempo, eran ya muchos los que parecían dominar aquel extraño
fenómeno. Se desarrollaron además simultáneamente otros similares, algunos de
ellos no emitían tan siquiera ese sonido tan característico del principio y
todo era febril parloteo, de ese inadecuado y a destiempo.
De este modo,
fueron ellos los invitados a asistir a la aparición de lo que habían decidido
llamar ;“lenguaje”, ahora que ya tenían como, y tildaron al milagro no solo de
eso, sino de precioso y referencial, guía de nuestros pensamientos y pasiones,
que propició para todos aquellos, que habían sido llamado filántropos, la
revolución del yo, y de los otros, y la indivisible confusión de los términos,
que sin embargo traía consigo la irreversible separación del cuerpo con la
mente, que se habían encontrado hasta entonces como una sola cosa definida y
unitaria, hasta ahora que una fiebre taxonómica contra todos arreciaba y no
parecía que pudieran ni quisieran hacer nada al respecto.
Existía entre
ellos una dicha palpable, típica de aquellos que acaban de recibir algo muy
esperado, pero aun no han explorado todas sus aristas, les parecía que hoy les
hablaban hasta los juncos en su fru fru al son del viento en el páramo
más seco, que hasta los débiles y más deficientes dominaban con sutileza y
elegancia ese nuevo esplendor, que era incluso en las primeras ofensas fruto de
una bondad hasta entonces inconcebible, de una buenaventura inexpugnable y así hablaron
días y días sin parar, ansiosos de que alguien les arrebatara ese espléndido
regalo, como si del mismo nunca pudieran saciarse.
Gracias a aquel
don eran ahora capaces de ver, no solo con los ojos, sino con la mente, era
ahora posible ver todo aquello que no estaba presente, era incluso posible
imaginar lo que nunca había estado, casi desde el descubrimiento hablaban sin
parar ni emitir sonido alguno, como si fuera regocijo suficiente para tal
superfluo esfuerzo ese alegre soniquete en sus cabezas, como si desde siempre
hubieran nacido para aquel fin, y tan pronto y tan de repente como apareció el
lenguaje se difuminaron por entero sus límites para con sus hermanos, para con
sus compañeros y amantes, al inflamarse la pasión de su delirio, y ahora que
compartían más que nunca su condición, les permanecía incluso a ellos una
porción más grande de la misma, una porción en el tiempo extensa, como una
retahíla extraña que sin oírse guiaba aquello que esperaban de ellos mismos y
aquello que incluso creían ser.
Fueron unos días
dorados para todos los habitantes del pueblo, hasta para los que en un
principio habían sido más reacios. Se embriagaban ahora de palabras sin fin, se
deleitaban en la categorización e invención de un nombre para todo aquello que
no habían oído uno antes. Ponían incluso nombres a aquellos que los rodeaban y
como ellos dominaban el lenguaje, primero genéricos, y luego al tiempo
descubrieron que necesitaban para cada uno de ellos uno específico, e incluso
uno cariñoso o despectivo para cada este con cada aquel, jugaban con el
lenguaje como niños experimentaban y disfrutaban del más elevado de los
placeres que hasta el momento habían conocido.
Existía una
palpable reticencia al silencio, al menos a aquel que se prolongaba más de un
nuevo aliento, temerosos de que volviera la ceguera, la locura, la oscuridad.
Conocieron en ese dorado tiempo la mentira y el amor sublimado a las palabras,
comprendieron que el amor también podía hacerse a besos, a versos. Que las
intenciones no eran siempre lo que parecían ser y que aun el más cruel de sus
habitantes encerraba tras de sí un ser tan complejo como cada uno de ellos.
Surgió de esa contemplación de cada ser como divino un amor profundo por todos
y cada uno de ellos, y aunque no pudieran admitirlo tras ser testigos de
semejante belleza, surgió también un odio misterioso por algunos de los mismos.
Por fin, el
pueblo pareció sumergirse en cierta calma, tal vez creyentes de que nadie sería
capaz de arrebatares tan precioso regalo por fin callaron y disfrutaron del
silencio, y lo salpicaron de palabras y opiniones, pero dichas con decoro y a
su tiempo. Fue ese débil silencio el que llevó al pueblo de nuevo la agitación,
no fue esta la excitación febril del principio, si no una excitación divina y
consensuada, una excitación piadosa y recatada, en la que se oyó un terrible
quejido, así fue que allí la encontraron, tratando de arrancarse la lengua a
dos manos, presa del pánico y la ira, mientras no podía ya sollozar, sin que se
le escaparan palabras mojadas.
Fue el mismo, el
atónito espectador de su nacimiento el primero en presenciar su culminación, y
en verla allí desmadejada y rota, mientras incomprensibles términos para el
resto inundaban su cara y ahogaban su corazón. ¿Qué ocurre?, dijo él cogiéndola
de las manos. Ella simplemente negó con la cabeza: “Os falta tanto por
comprender, tanto por descubrir, no conocéis aun ni el olvido ni la muerte, no
conocéis si quiera el peso de la libertad, pero ya veréis como duele ya veréis
lo trágica que puede sentirse la existencia.”
Ahogado entre la
verdad y la duda, sobrepasado su pensamiento por un mundo que a todas luces
excede la capacidad humana, y a la espera se encuentra de quien los guíe en la
bendita ciudad de los filántropos un corazón se para, otro se rompe.
Y ese sonido
sordo es lo más parecido al silencio que en años se ha escuchado.
Oph**