Fue el primer otoño rojo,
tan largo como tardío.
El primero en todas sus historias.
Otoño de un octubre tan
largo como una tarde en la que el amor
crece y se expande.
Tan rojo como los
amaneceres que habían pasado a mejores vidas,
y como las manzanas que se
pudrían en los rincones.
Era tiempo de cambio y
las hojas mudaban y caían,
casi todo al mismo tiempo.
Todo para recordarle lo
mucho que se parecían el cambio y la muerte,
Lo lejos que estaba el
cambio del crecimiento
y la esencial diferencia
entre crecer y aprender.
Como en una broma bienintencionada las calles se llenaba de máscaras
y el piso de tiempo
incrustado
y de pensamientos amarillos y lanceolados que la llevaban a casa.
Igual que los cansancios
y las esperanzas naranjas y pinnadas,
que no caían
y que no se quedaban.
Y entonces esperó al
silencio de sus latidos,
solo para ver si aún tenía miedo,
y por un momento
comprendió la luz y aprendió las sombras.
Hubiera necesitado todo
el pegamento del mundo para dejar las cosas tal como estaban.
Oph.
Así que bajó y rompió todos sus
versos.
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