Era la luz tan clara y pálida que dibujaba texturas en las ajadas páginas del libro, tan clara que aun no había salido el sol.
Tal vez nunca hubiera reparado en ella de no ser por esa luz
dorada que inundaba el vagón envolviendo sus cabellos, resaltando su sonrisa,
conduciéndole sus efluvios, tal vez por esa misma razón hoy no puede recordarla
aislada de esa tenue atmósfera de perfume y anaranjada luz que entre sus
pestañas gravitaba; tal vez, sea simplemente que ninguna otra luz haga justicia
a su belleza, a lo mejor es que las criaturas como aquella solo vivían de la
luz de la mañana, a lo mejor es que no eran más que eso, eso que también se ha
llamado rayo de luna.
Pero a él le gusta pensar que no fue así. Que aunque ya no
le sea posible encontrarla sigue existiendo, que aunque ya no siga siendo la
misma es el recuerdo reflejo de la verdad, que aquellos ojos grises y
almendrados eran en realidad tan puros como los recuerda, tan tristes como los
sentía, los labios tan gruesos y tan dulces como los imaginó, las manos tan
inexpresivas, tan temblorosas y quebradas.
Recuerda las mejillas apagadas,
coloreadas con polvos de color rosa y el color aun más oscuro de debajo de sus
ojos.
Recuerda el punzante dolor en el pecho, la inmensa pena, más
cercana que ningún otro sentimiento que nunca hubiera tenido al amor. Recuerda el ensordecedor traqueteo,
el violento movimiento, lo agobiante de la gente, la insultante claridad de las
paredes, recuerda como pensó que todo aquello la rompería, recuerda como casi
deseo que lo hiciera, que brotaran las lágrimas, que se desgajara el alma.
Fue por ese parón, preludio del desastre, fue por ese
levantar de los ojos, que rompió la ilusión; tal vez, solo fuera por la
coronación solar, fue entonces que la vio en todo su esplendor, en toda su
miseria, y al instante acalló el dolor del pecho, al instante ella se rompió.
Pero ya no importaba.
“El amor se acaba al amanecer”
Oph*
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