Fue así, casi como por descuido
que se abrazaron presurosos de oscuridad, de silencio, sin haber decidido tan
si quiera que lo harían. Fue así, casi de improviso que se dieron cuenta de que
lloraban, de que temblaban y sudaban; no importó esto a unos, ni tampoco al
otro. Ambos entendieron que no podía haber sido de otra manera, no para estos
tan temerosos, para los que eran tan conscientes. Así que no les separó la
pena, ni lo hizo la soledad. Tampoco ayudó esta a que se abrazaran
más tierno, ni tampoco más fuerte, estaban paralizados, en “íntima compañía”,
no podía ser de otra manera.
Hacía frío; aunque con toda
probabilidad, no era esa la causa del titilar de sus cuerpos, fuera aullaban los
demonios, y a hurtadillas la soledad se fue a jugar con ellos, a conspirar
contra los hombres, a herir a las mujeres. Al irse, ella la vio desdibujarse
contra el marco de la ventana, difusa y violenta. Ya se escondió la noche, ya
venía el día; y no había en este, lugar para la soledad clara. A partir de
entonces, habría de conformarse con la velada. Tuvo miedo, de que por escondida
siguiera allí de todos modos, y refugió su cabeza en su hombro.
Él tembló, como si escuchase aquel pensamiento
trémulo y vergonzoso de sí, pero no tuvo si quiera dónde esconder su corazón.
Así que ella se lo cogió con las manos y con ternura lo besó, a ver si así se le
pasaba un poco la congoja; a ver si así seguía atronándola con sus latidos un
poco más.
Fue así, como se dio cuenta de
que se había obrado un cambio, y entonces fue ella quien tembló un poco.
Oph**