Una cálida luz rosácea bañaba mi
calle hasta prácticamente inundarla en un tierno amanecer, casi tanto como habría
sido harmoniosa la caricia rosa de
Juan Ramón Jiménez, casi tan tímida como la pálida luz de la mañana, que
relevándola coronaba el día y era su despertar más cansino que furioso, más
impetuoso que vago; pero es que así eran las más bellas mañanas de invierno que
sus ojos hubieran visto nunca.
Reflejaban todas y cada una de las
partes de la escena la luz, como un vertiginoso y desafiante caleidoscopio de
formas y colores. Una densa bruma se sumía sobre su corriente de pensamientos y los condensaba hilvanándolos sin ningún sentido, haciendo que de la unidad y coherencia no naciera sino una terrible confusión, que al olvido de toda creencia llevaba.
Así
fue, la ventana que para ella se abrió, un frío y húmedo día de invierno,
aquella de la que ya había oído hablar, aquella de la que otros más grandes ya
habían versado, aquello que habían acabado por llamar “el aleph”.
Y así vio las “travesuras de una
niña mala” a la que algún desquiciado había tenido la suerte de darle un látigo,
sonrío un cisne patoso y vio llorar a un mago, aun en un mundo maravilloso en una ciudad, en la que se perdió a los
perros, vio payasos y criaturas extrañas, inimaginables que no hacían sino
ajustarse a su propia idea de la perfección y la adecuación, se desconcertó del
todo y es que no estaba “el paraíso en la otra esquina” y tuvo que dejar de
conformarse con “la luna de enfrente”, pasaron todos, y se fueron, como si para
su divertimento allí se hallaran, alocada mente la suya, que se atreve a evocar
tal idea.
Y vio “ficciones” del mismo “libro
de sueños salidas” y se emocionó aun sin comprender nada en absoluto, pareció
aprehenderlo todo y por fin, deslumbrada, aplaudir.
Tal vez fuera para cada alma el aleph algo distitno, tal vez por ello
no se ajustaba a la descripción, más allá de por contenerlo todo y ser un
caótico e inexplicable sueño, como si de una obra de arte ya preestablecida se
tratara.
Y entonces sonrió, al saber que no
hace falta más que un simple titubeo para volver a nacer.
Gracias. Masculló, y con una última
mirada pestañeó y la dejó caer a sus pies, que ya huían hacia la próxima
aventura.
Oph**
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