Porque del aroma voluptuoso y embriagador de las flores solo
había obtenido el amargo picor alérgico, porque el jazz y el tabaco solían
enredarle la cabeza, y porque en el fondo de su alma sabía que amaba esas cosas
por obligación, como se ama al canto de los pájaros, por expreso conocimiento
de lo que debe ser amado, por comprensión de la importancia y belleza del acto.
Haber amado aquello que con esfuerzo había podido
comprender, aquello que con esfuerzo trató de estudiar para alcanzar su dignidad,
para notar su perfección. Había llegado a comprobar el tipo de acordes que la
conmovían, la importancia del ritmo y la cadencia del poema, el poder del
colorido de las palabras, y lo peor de todo es que era consciente de que podría
reproducirlo de estudiarlo lo suficiente, como si fuera la resolución de una
fórmula matemática, que podría conocer todos sus recovecos y sutilezas, y que
estos podían ser guardados, que era un regalo eterno, que siempre estaría a su
disposición.
Pero existía todo un mundo de belleza sencillo y puro al
alcance de su corazón, fuera de los límites de su entendimiento, al que podía entregarse
por completo sin llegar a preocuparse por nada en absoluto, del que podía
participar y disfrutar sin pertenecer por ello a un elitista club ilustrado,
tal vez por ello todos olvidaban su valor, su importancia, tal vez porque fuera
un momento lleno de instantes a los que no se podía mirar desde lejos ni desde
fuera y tratar de comprenderlos, tal vez porque cada instante era
idiosincrático e incompartible, irrepetible e inexplicable, tal vez porque ni
siquiera podían recordarse ni tratar de pensar en un sentimiento claro como de
los que a menudo de tratan de jactar en la literatura, tal vez por ello muchos
no encuentran aun la belleza en el amor en bruto, en el cariño, en la humanidad
sin explicaciones, sin intermediarios.
Tal vez por ello solo nos jactamos de amar aquello que
comprendemos, tal vez alguien solo cante, cuando esté a punto de morirse de
hambre.
Oph*